Oliverio Coelho (Argentina).
lunes, 26 de julio de 2010
Los 7 de ALTAZOR
Oliverio Coelho (Argentina).
viernes, 9 de julio de 2010
Ensayo sobre la rosa de MIGUEL ÁNGEL ZAPATA
El reconocido poeta, crítico literario, hermano entrañable de no pocas aventuras: Miguel Ángel Zapata, nos presenta bajo el sello de la universidad San Martín de Porres, su nuevo poemario “Ensayo sobre la rosa” que reúne su producción poética de 1983 hasta el 2008. La presentación estará a cargo de Ismael Pinto y Ricardo Gonzales Vigil.
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Fecha: Viernes 9 de Julio - 7:30PM. Lugar: Set Tv nº 3 - Av. Tomas Marzano 151. Surquillo. Universidad de San Martín de Porres. El que falta se perderá una cita histórica. Y una botella de buen vino. Los esperamos.
Los candidatos a la Alcaldía de SAN ISIDRO
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Los viejos
Salmón tiene a su favor su experiencia como alcalde, allí destaca su interés por el arte y la cultura. Ahora de nuevo se presenta con Somos Perú (Andrade puede dar sorpresas en Lima), pero tiene cuestionamientos por el otorgamiento de licencias (el caso más llamativo es el del proyecto Millenium levantado en la Av. Miró Quesada) y por el contrato para la limpieza del distrito. Su debilidad: tiene 72 años, no lo imagino dinámico a los 75, que es la edad de Cantella, el más tío de todos. Cantella, a sus 75 años goza de una larga militancia en el PPC, ya se ha presentando antes a la alcaldía, pero su vejez y su posición en extremo conservadora jugaron y juegan en su contra. A su favor tiene el apoyo de Lourdes Flores. Algo que en realidad no entiendo es cómo un hombre de trayectoria honesta puede postular con Lourdes, ex asalariada por Diez Canseco (ex vicepresidente que le quitó la novia al hijo y favoreció al suegro en el aeropuerto) y ex asesora de Cataño, acusado de narcotráfico. El otro es Gorbitz, quien también ha sido candidato, ahora postula con Alex Kouri. Quienes lo conocen dicen que invertirá un montón de plata en su campaña. A ver si la manzana, el símbolo de su movimiento, le sirve a Kouri para llevarle como fiambre a su otrora pata Vladimiro Montesinos.
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Los nuevos
Velarde tiene a su favor que es nuevo en el escenario político, tiene buena formación y su familia es reconocida por la élite limeña. Su padrastro Oscar Berckemeyer Pérez Hidalgo, un reconocido acaudalado, sería el principal financista de su campaña. En su contra tiene el gris y cuestionado rol que desempeñó como jefe de SUNAT (recuerden el irregular ingreso a Panamericana). No tiene un trabajo conocido y su agrupación responde a los intereses de un pequeño grupo. Morey es el más joven de los candidatos: tiene 36 años; participa en las filas de Adelante, el partido de Rafael Belaunde. En su contra juega su cercanía a Rafael Rey (hace diez años postuló al congreso con uno de sus tantos movimientos), su antigua defensa al fujimorismo y su ex relación con Keiko. Morey ha tenido exposición mediática: CCN en los noventa, fue gerente de RBC (le devolvió pantalla a Hildebrandt), estuvo a cargo de 24 horas, Edición Central en Canal 5, desde hace un tiempo asesora a empresas del sector minero y está involucrado con el mundo académico.
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Los candidatos aún no han realizado grandes propuestas. Todos han mencionado el lugar común del tráfico y la seguridad. Ahora solo queda esperar los nombres de quiénes los acompañan como regidores y evaluar sus planes de gobierno. Mientras tanto la pista está allí y ya sonó el silbato de partida.
miércoles, 7 de julio de 2010
Aventuras de un grupo de becarios en una universidad norteamericana: cuento de Miguel Antonio Chávez (Ecuador)
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Aventuras de un grupo de becarios en una universidad norteamericana
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A Anelius Borda le llegó una carta de la Universidad de Idaho en la que se le invitaba a un encuentro literario inusual, ya que se había propuesto reunir escritores de países cuya producción literaria gozaba de poquísima o nula circulación dentro del continente. Así, la invitación mencionaba que un solo representante de Belize, Guyana, Ecuador, Surinam y Bolivia serían parte, entre los cuales estaba él. Anelius Borda lo tomó al principio como una posible tomadura de pelo, pero el ticket aéreo y una carta formal del decano estaban ahí, a prueba de incrédulos. De todos modos ese no era el principal motivo de su incertidumbre, del súbito tirón estomacal que le sobrevino como a pasajero de una montaña rusa que espera lo inevitable al coronar la cima. No se explicaba cómo habría podido llegar hasta Norteamérica su libro, el único que había publicado, sin esperanzas, con un tiraje menos que modesto y cuyos relatos (podía engañar a todos –es decir a los cuatro gatos que lo habían leído– menos a su conciencia) eran tristes facturas de las “anécdotas inolvidables” de la Reader's Digest, que solía leer en la sala de espera cada vez que acompañaba a su padre al doctor. El resto de referentes los obtenía a cuentagotas de él; los achaques del viejo no daban para más. Lo que no sabía Anelius Borda era que dicho encuentro sui generis fue improvisado en la marcha debido a que resultó un excedente en el presupuesto de la universidad, el cual de no emplearse ese año sería destinado a otra facultad o a otro rubro, sin opción a recuperarlo. La idea no sonaba mal, lo que no sonaba bien era la voz del viejo en el teléfono; un mar de tos y otras rémoras lo envolvían. Por eso Anelius Borda llegó con las viandas que le hacían falta, y lo sorprendió leyendo un libro de relatos de Rodrigo Rey Rosa. Anelius le preguntó por él ya que nunca lo había leído.
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–Lees pendejadas de vieja, por eso no sabes quién es. Irónico que yo sepa más de narrativa contemporánea que tú. Hay un cuento en este libro, La niña que no tuve, es una bala tierna al alma. Una niña con una enfermedad terminal que a ratos parece más inteligente y madura que su padre para afrontar la situación. Joyita nihilista. Si pudiera escribir haría un ensayo sobre ella.
–Escríbelo y ya.
–¡Ja! Me habla el nene Reader's Digest. ¿Crees que esto es cosa de soplar y hacer botellas?
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Anelius Borda iba a contarle de su invitación a Idaho pero sintió que sería inútil. Lo miró fijo como él le había enseñado a mirar a los perros para intimidarlos. En el barrio en que creció había muchos de ellos, sin dueño la mayoría. Luego de las interminables inyecciones antirrábicas alrededor del ombligo por las que tuvo que padecer el pequeño Anelius, su padre trató de llenarlo de valor enseñándole aquel secreto para que no vuelva a ser presa fácil. Lo sentó y se lo contó como si se tratara de una revelación mesiánica.
Crack.
–Mi estómago…
–No estás enfermo, papá. Tú lo sabes.
–Estoy más flaco, ¿no te has dado cuenta?
–Porque no comes, eso es todo… –Anelius se sobresaltó al revisar la pila de libros que tenía junto a su sillón como si fuera agente antinarcóticos o, literariamente hablando, algún bombero piromaniaco de Fahrenheit 451–, … El mal de Montano, La náusea, La amigdalitis de Tarzán: ¿qué es esto: literatura para hipocondríacos? ¡Cómo no te vas a sugestionar!
–Es cierto, no estoy enfermo. Es más difícil de entender de lo que piensas.
–Inténtalo.
–Los cristianos, en su Nuevo Testamento, tienen las epístolas de Pablo; en una de ellas él dice: Vivo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí. Bueno, yo puedo decir que alguien realmente vive en mí, a quien puedo sentir y con quien a ratos hasta puedo hablar.
–Dile a tu amigo imaginario entonces que te haga también las compras de la semana.
–Anelius, no me estoy quejando, solo quiero que me dejes tranquilo.
–No te entiendo, entonces para qué me llamas sollozando como moribundo.
De súbito el viejo empezó a retorcerse, se agarró del estómago, como si estuviera sobre el lomo de una serpiente marina. Pero el viejo parecía ducho en las maniobras de ese tipo de exorcismo, hasta que se incorporó y dio un largo respiro. Sudaba.
–Ya pasó… La hiciste enfadar, no le caes bien.
–¿De quién coño me hablas?
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El viejo le habló de su huésped interno, una especie tan antigua que hasta Hipócrates, Aristóteles y Teofrasto hablaron de ella y a quien llamaron platelminto, por su parecido con cintas o listones. Luego Celso y Plinio el Viejo acuñaron la expresión en latín “lumbricus latus”, gusano ancho. Pero tuvieron que pasar siglos hasta que Carlos Linneo incluyera en 1758 en la décima edición de su Systema Naturae a la Taenia solium.
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–Cuando se lo conté a ella por primera vez, le dio gusto conocer la historia de sus ancestros. Bueno, digo ella como un convencionalismo mío, porque es hermafrodita... El punto es que le encanta que le lea, de hecho siento que ya no leo para mí sino para ella: con sus ventosas no solo absorbe mis nutrientes sino también mis conocimientos. ¡De ese modo hablamos un mismo idioma y nuestros temas de conversación no se agotan!
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Anelius no sabía si compadecer o sentir coraje por esa bizarra relación filial que su padre tenía con una lombriz asquerosa que era capaz de crecer hasta 10 metros de largo, alojarse en los intestinos y que solo podía expulsarse por vía anal, y cuyos huevecillos microscópicos liberados en el ambiente podían ascender a millones. De todos modos, ¿cómo lo podía saber el viejo si él no se había practicado un examen, o al menos eso es lo que Anelius creía? Una situación tan confusa como esta lo obligaría a estar más tiempo con él y posiblemente podría malograr su viaje a Idaho.
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–¿Por qué esa cara? Todos en esta vida hemos sido parásitos de un organismo superior. Tú, por ejemplo, parásito de mis lecturas.
–¿Por qué me haces esto, papá? Justo ahora, que tengo un viaje muy importante.
–Viaja, hombre, viaja, que eso es lo que te hace falta, dejar las revistas de salas de espera, conocer más el mundo.
Timbre.
–¿Esperas a alguien?
–Ah, sí. Unos amigos. Nos reunimos a esta hora.
–¿Amigos? Tú nunca recibes a nadie.
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Entraron, en bloque, eran hombres y mujeres de distinta edad. Saludaron al viejo palpándole el estómago y este les devolvió el saludo de la misma manera, pero por los gestos y movimientos de los visitantes, no se asemejaba a un gesto espontáneo de afecto sino más bien al código establecido en una cofradía secreta. Se sentaron, y sin que el viejo se los dijera, miraron brevemente hacia Anelius –que estaba junto a la ventana– con una mezcla de curiosidad y desconfianza, hasta que regresaron a sus asuntos y lo ignoraron por un momento. Hablaban pero no hablaban; de ellos mismos, es decir. Era como si se proyectaran a través de sus vientres y no de sus bocas. Lo único que hacían era servir de intérpretes a una voz de su interior, y lo exteriorizaban en palabras sucintas para que lo supieran los demás, aunque no parecía ser necesario. Decir telepatía quizá era lo apropiado. Decir que eran seres solitarios, también. Y también que las solitarias en pleno tomaron una decisión trascendental para su futuro. Y que Anelius Borda estaba con prisa y su vuelo no esperaría. Y que ahora ellos, ellas o lo que fueren, escuchaban gratis clases magistrales en Idaho, Wisconsin, Gales, Oslo y San Petersburgo para hacer algo en sus largos ratos de ocio.
Del libro inédito Tratado sobre zombis © Miguel Antonio Chávez
Miguel Antonio Chávez: (Guayaquil, 1979). Autor de Círculo vicioso para principiantes (2005), de la obra teatral La kriptonita del Sinaí (I Mención Premio Nacional de Dramaturgia 2009). Co-antologador de las compilaciones de cuento Historias bajo el árbol (2008) y Amigas del Yeti (2009). Antologado en El futuro no es nuestro (2008), Poesía/Cuento 1998-2008 (2009), Asamblea portátil (2009) y 22 Escarabajos: antología hispánica del cuento Beatle (2009), entre otras. Miembro fundador del colectivo literario Buseta de papel. Finalista del Premio Juan Rulfo 2007 de Radio Francia Internacional.
lunes, 5 de julio de 2010
Siempre te creíste la Virginia Woolf: cuento de Claudia Apablaza (Chile)
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Siempre te creíste la Virginia Woolf
Clarice Lispector
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Un día escribiste un cuento bastante bueno, lo enviaste a un concurso y saliste finalista. Entonces yo te dije que podía ser que te parecieras a la Virginia Woolf, pero que no estaba seguro. Tú te enojaste y me dijiste que era un enfermo, que estabas aburrida, que nunca te habías creído la Virginia, que ya te bastaba con soportarme dos años. Abriste el closet, sacaste toda tu ropa, comenzaste a hacer la maleta; pusiste unos libros, ropa interior, una libreta de apuntes, unos discos, abriste la puerta del piso y te fuiste.
Después de meses yo entendí que nunca debí haberte dicho tamaña tontera. Que debí esperar a que fueses realmente la Virginia criolla y luego amarte así, como la Virginia criolla y latina o la Virginia local. ¿Qué hacer?, me decía. Qué imbécil. ¿Qué hacer ahora que no tengo a mi propia Virginia en casa para que me lave los platos y me haga la comida? ¿Cómo soportar mi vida sin mi pequeña Virginia que me hacía lasagnas de verdura exquisitas?
Hace unos días conocí a otra escritorcilla. Me gusta. Es atractiva. Una de las primeras frases de la noche fue decirme que ella era escritora. Estuve en la cama con ella, le puse la Virginia 2 y la Virginia 1, que eras tú, estuvo toda la noche en mi cabeza. Te imaginé sobre mí, desnuda, y que gemías y chillabas y me decías que nunca fuese a abandonarte. Y aparecía tu rostro iluminado y me prometías en esa imagen llegar a ser tan buena como la Virginia, o mejor que ella, mucho mejor que ella. En fin, es lo que me dicen todas las mujeres. Es raro. No sé por qué todas las mujeres escritoras se creen esa mujer. No entiendo a qué se debe este síndrome tan lamentable. Una adicción por caminar, llorar, estornudar como ella. Cada escritora que se me acerca, que me habla, es la Virginia y aunque no me lo digan yo sé que es así, que en sus meditaciones más íntimas se lo creen y disfrutan de eso. ¿Qué será? Tal vez una enfermedad delirante que cogen las escritoras de todas las latitudes del mundo, de todos los puntos cardinales. Yo perfectamente me podría creer Fogwill, como todos los narradores; o Vila-Matas, o Carver, o Hemingway o Bellatin (últimamente, más bien: Murakami o Fresán). Y caminar, pensar, imitarlos, bailar como ellos. Pero no necesito caer en eso, no necesito estar jugando a eso, sufrir por eso, no necesito escribir una Historia abreviada de la literatura portátil 2, ni tampoco una Muchacha punk 2, menos repetir en cada entrevista la detestable teoría del Iceberg ni la del knock-out; ni tampoco pedirle a una trasnacional que me publique, que me llame por teléfono todos los días para no sentirme tan solo, y luego viajar por el mundo en muchos aviones, en un pedazo de papel, y luego volver a Chile y decir que yo soy mejor que Fogwill, que escribí la Muchacha punk 3 y que escribiré la Muchacha punk 4 y la cinco y la seis y la siete y seré muy famoso, que merezco respeto, seguridad, salir en las revistas nacionales, internacionales como la nueva figura de la literatura latinoamericana, como el representante número uno de la nueva fauna y luego visitarte en los cementerios de noche y buscarte y eyacular sobre tu tumba, como Philip Roth cuando eyaculaba sobre la tumba de su amada y luego encerrarme en mi casa y describir mi nuevo proceso creativo, y caminar como escritor, bailar como escritor, fumar como escritor, cagar como escritor, llorar como escritor y eructar como escritor. Pero no. Creo que no. No lo necesito. Prefiero el oficio que tengo de limpia waters. Es interesante también este oficio. Se disfruta. Se sacan buenas conclusiones de la vida. Limpiar la mugre es una labor espiritual. Uno es feliz limpiando la inmundicia ajena, créemelo. Se es muy feliz. Se crece como persona cuando uno friega con cloro aromatizado de jazmín, con lejía pakistaní, con plumeros árabes y una escoba china recién estrenada.
Hace dos semanas abrí el periódico, fui a las páginas de Fútbol y luego a las de Cultura. Salía una entrevista a página completa del libro que acabas de publicar. (Lindo libro, te felicito). Como titular el editor puso: Marieta Galarze, la joven escritora que odia a Virginia Woolf. Marqué el número de tu casa y Roberto, tu nueva pareja, ¿tienes pareja? ¿es escritor, cierto? Seguro. ¿Por qué no me llamaste para decírmelo, para advertírmelo, para decirme que sales con un escritor? Eres cruel. Eres muy cruel con tu pobre limpiawateres. Él me dijo que no estabas. Le dije que te dijera que bueno, que en fin, que lo aceptaba, que si querías regresar a casa, podías hacerlo, que te aceptaba tal como eras. Que te dijera que prometía llamarte Virginia desde el minuto que pisaras nuestro antiguo hogar. Que te lo dijera, por favor, que ya lo medité y acepto sin problemas tu condición de neo-virginia. Me dijo que no volviera a llamarte, que ustedes eran una pareja feliz, y si acaso yo era ese loco de remate que me creía Fogwill un día y Carver al día siguiente. Ese loco que se disfraza de Breat Easton Ellis para salir a la calle y que aparece en las fotos maquillado como Chuck Palahniuk o como Thomas Pynchon. ¿Qué le estuviste contando de mí? Eres bastante buena para inventar cosas, eres una mentirosa, una loca. Sabes que a mí nunca me ha gustado la Literatura, para nada. Lo sabes muy bien. Yo sólo soy adicto a la mugre, Virginia mía, no inventes cosas de mí, por favor, sabes que yo amo fregar los suelos y eso me ha ayudado a ser una persona realizada, realizada en la mugre ajena.
En fin, le corté de inmediato a tu nueva adquisición literaria y no te volví a llamar hasta hace tres días. Marqué tu número y por fin me contestaste. Me dijiste que lo sentías, que no podías hablar ahora, que debías ir a tu trabajo, que estabas sola en la oficina, que tu jefa estaba de viaje de negocios y que no volviera a llamarte más.
Y bueno, lo que sucederá después de esa llamada es una historia aburrida. Una historia de la limpieza extrema, de la higiene completa y pulcra. Primero obligarte a decirme que de verdad aún te crees esa mujer, obligarte a reconocerlo. Luego un montón de sangre, virginias de mi libreta telefónica muertas; una tras otra; wateres, eyaculaciones en tumbas y diversas profanaciones sin sentido. Luego limpiar la sangre de mi pobre ex-virginia sudaca con cloro, lejía y friegapisos. Imitar una escena completa de American Psycho, sólo para rendirte los honores literarios necesarios. También preocuparme de limpiar la grasa de mi Virginia 2 y de una tercera que conocí anoche en un bar de Montjuic.
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Como ves, no soy más que un pobre adicto al aseo. Me encantaría extenderme en esta historia de la excelente pulcritud en el limpiar, es una historia muy bella, pero no tengo muy claro a quién le importa cómo se amplía mi hermosa colección de neo-virginias muertas y bien lavadas.
viernes, 2 de julio de 2010
EL CARTERO ALEX ALEJANDRO*
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miércoles, 30 de junio de 2010
DIARIO DE UN ASESINO EN EL JURÁSICO, cuento de Jorge Enrique Lage.
DIARIO DE UN ASESINO EN EL JURÁSICO
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En la esquina de Línea y Paseo encontré un brontosaurio.
Muerto.
(género Apatosaurus orden Saurisquios cadera de reptil suborden Saurópodos)
Parecía una montaña de estiércol verde.
Unos niños jugaban sobre el estiércol y a ratos parecían niños verdes.
Les pregunté si alguno de ellos lo había matado.
—Nosotros lo encontramos muerto.
—Nosotros no somos asesinos.
—Nosotros todavía no sabemos matar a nadie.
—16 de septiembre. Hoy es el cumpleaños de…
El que dijo eso último estaba leyendo un notebook tapa dura con Kenny McCormick en la tapa.
Él mismo era un Kenny sin capucha, horriblemente despeinado, todo cubierto de sangre y lodos viscosos.
—¿Eso es tuyo? —le pregunté.
—Sí. Me lo acabo de encontrar en el estómago del brontosaurio.
Ah, mira hasta dónde eres capaz de ir y de dónde eres capaz de salir para contarlo. Vas a ser grande cuando seas grande, pensé. O vas a ponerte a escribir.
—Te lo cambio —le dije.
—Un dólar —propuso.
Yo le propuse que mejor un caramelo de menta: también son verdes.
Kenny estuvo de acuerdo. Cerramos el negocio y yo me fui. Punto final.
Aquí es donde empieza esto.
Abrí el cuaderno.
Era un diario.
16 de septiembre
Hoy es el cumpleaños de alguien que conocí pero no conocí, alguien que una vez me dijo: «Utiliza todo lo que tengas». Nunca supe qué quiso decirme, pero sospecho alguna relación con la serie que voy a empezar hoy. Un desarrollo de ideas destinado sin remedio al titular y la leyenda. Lo haré para mí y para ellas y, de cierta forma, creo, también para él. Felicidades.
¿Se imaginará qué es todo lo que tengo, lo único que tengo?
Sí, voy a empezar con J. Acabo de decidirlo. No porque sea una puta: todas lo son. Voy a empezar con J porque es la manera más perversa y más heavy (la única manera) de empezar por el principio. Y él, dondequiera que esté, sabe de lo que hablo. Es escritor.
Fui a buscar una casa de dos plantas con cerca y jardín.
Continente Nuevo Vedado.
Las malezas cubriéndolo todo.
Formas pequeñas de tipo roedor atravesando la maleza.
La puerta de la casa de J estaba abierta. Entré. Puse el televisor a mitad de un videoclip de Evanescence. Subí el volumen y las escaleras y la encontré sobre la sábana roja.
Muy desnuda y muy pálida, una muñeca gótica estilo Amy Lee. Nada te costaba imaginarla con un martillo neumático en las manos, destrozando el suelo bajo tus pies sin alterarse el maquillaje.
Me miró. No parecía sorprendida.
Breathe into me and make me real
Bring me to life
—¿Y quién eres tú? —pestañeó.
—Uno que llega demasiado tarde.
La sangre ya se había secado en la sábana y en la piel.
Lo sé porque me acerqué a tocarla. Ella se dejó tocar.
Now that I know what I'm without
you can't just leave me
Dijo: Te pareces mucho a alguien que quise como una loca.
Dijo: ¿De dónde eres?, y yo no supe a qué dónde se refería.
(tiempo, planeta, continente, ficción, verdad, pesadilla)
Ella, la voz cada vez más suave, precisó: De qué continente.
Acaso porque era la única opción que nos evitaba problemas.
—No estoy seguro de que tú y yo usemos los mismos mapas —le dije, y me senté a su lado, y pensé: Ahora le muestro el diario y le explico que hay otras como ella, por supuesto, que no es la única, por suerte, que ha sido el principio pero no es el fin.
Y chao. Hasta no sé cuándo, preciosa. Hasta no sé dónde.
Pero lo que hice fue quedarme en silencio, aniquilado, mirándola y mirando las paredes cargadas de gráfica siniestra (probablemente japonesa) y mirando por la ventana unas formas pequeñas de tipo roedor sobre las ramas de un árbol.
—Mamíferos primitivos —dijo ella.
—Mamíferos primitivos —repetí yo.
1 de octubre
Cuando dejé la casa de K (si se puede llamar así una estructura de troncos sobre las ramas de un árbol) me puse a caminar esas calles que todavía me guardan buenos recuerdos. Entré al cine Mónaco, que ahora es una sala triple X, y vi un hardcore medio humorístico, con Sheila Roche. Sin comentarios. Pero es saludable, de vez en cuando, una dosis de algo que esté lejos del perfecto cine equivocado, todas aquellas películas con clima de invernadero.
(Suite Habana pudiera ser la excepción.)
El clima de infierno de esta ciudad seguramente se parece al de la Tierra hace un montón de años, digamos 145 millones. Es un clima tan cálido y tan húmedo que enloquece. Tan cálido y tan húmedo como los cuerpos de ellas. Sus cuerpos prehistóricos. Los cuerpos en una post-historia. La locura.
Desde allá arriba podían verse todas las azoteas de un barrio llamado La Víbora.
Podían verse los grandes hoteles, los hoteles que tienen casinos, los hoteles en cuyas azoteas se posan los helicópteros.
Y además de helicópteros, podías ver volar los pterodáctilos.
(o pterosaurios: 11-12 metros envergadura de alas: los animales voladores más grandes que te hayas creído)
Incluso, si no tenías nada en qué creer, podías contemplar las luces de la torre de la Plaza de la Revolución.
—Creo que voy a bajar de aquí —dijo K—. Ya nada de esto tiene sentido.
Yo había estado (casi todo el tiempo) sentado junto a un cajón de madera (casi todo era de madera) mirando postales: Buenos Aires, París, Hong-Kong. Jugadas de admiración, propuestas de matrimonio, confesiones de cualquier tipo y en cualquier idioma. Seattle, Hiroshima, Estambul: distintas caligrafías desde distintas ciudades del mundo.
Aunque, por otra parte, ninguna de esas ciudades existe todavía.
—Pues déjame decirte que te pareces mucho a él —fue el único comentario de K luego de un rato sumergida en las barbaridades literarias del diario—. Físicamente, quiero decir.
Ahora estaba parada entre las ramas de la puerta, anunciándose a sí misma que iba a bajar.
Me daba la espalda y su bata transparente me permitía ver la espalda limpia de sangre, me permitía imaginar su cuerpo sin todas esas puñaladas que recién había visto en el abdomen y los senos.
Así: las bellas puñaladas.
Los senos imperdonables.
—Déjame bajar yo primero —le pedí, y ella dijo:
—Deberías probar estar un rato tú solo en estas alturas.
Yo no quise probarlo. Por si acaso.
Ella esperó. Quizás bajó detrás de mí.
Quizás ella tenía razón y ya nada tenía sentido.
De acuerdo: entonces lo anterior tampoco tiene sentido.
Ni siquiera una intención, pueden estar seguros, en esta imagen de una cabaña de troncos que una muchacha se ha construido en la copa de un árbol, contra todo el mundo, casi al principio del mundo.
13 de octubre
Hoy anduve por los puentes, por las bocas de los túneles, me entretuve en esos ambientes que fabrica el Almendares y decidí dejar a L para mañana. Hay lugares así, de donde no quisieras moverte, donde la ciudad te promete algo que después no cumple, pero basta con la promesa. Yo tengo un mapa de esos lugares.
En general, es importante tener siempre un mapa. O más de uno.
Mañana, buscar a L del otro lado del río, quinta avenida adentro. Ojalá no se interprete mal lo que voy a hacer, no quiero crear un problema diplomático. De todas formas, sé que siempe me perseguirán las interpretaciones erróneas, las malas lecturas. Tengo miedo a que alguien que no sepa leer encuentre un día estos fragmentos.
L es extranjera.
Yo también, pero ella lo es en el sentido inmediato de la palabra.
Incluso, para mayor claridad, vive en una embajada en Miramar.
Es decir, vivía.
Es decir, la embajada de un país que se inaugurará dentro de unos cuantos millones de años. Como los Estados Unidos de América.
—Tenemos un amigo común —le dije al intercomunicador de la entrada y, una vez adentro, ella me dijo:
—Cuando te vi de lejos pensé que eras él. Pensé que volvía, como dice el dicho, al lugar del crimen.
Entonces me pregunté qué estaba haciendo yo en un lugar del crimen.
Por qué ése lugar y los otros me resultaban tan obsesivamente familiares.
—Tú te pareces... Tú eres igual que él, pero no eres igual que él, ¿verdad?
—No sé —respondí—. Lo conocí, pero no lo conocí. ¿Cómo era?
—Un chico malo. Un adolescente de 25 años. Uno de esos tipos solitarios que una ama precisamente porque sabe que son peligrosos e incapaces de amar de vuelta.
Ah, yo no le dije cuánto me hubiera gustado encajar en esa descripción.
Le quité el diario de las manos y la besé. Labios fríos. Me haló hacia una mesa encristalada, papeles y bolígrafos y otras basuras de oficina cayeron al suelo mientras nos desnudábamos con torpeza, sus muslos tan fríos y tan húmedos, todo ese cuerpo bajo cero, por supuesto que no pude. Debo haber metido la lengua en todos sus agujeros, especialmente los agujeros abiertos por la hoja del cuchillo, pero al final no pude. Ella me pidió que dejáramos de jugar, estaba harta de juegos.
Yo también.
Y de muchas otras cosas.
L se levantó del cristal, y bajo el cristal de la mesa vi un mapa de la Tierra, y la Tierra tenía dos supercontinentes, al sur y al norte, divididos por una franja de mar cuya parte occidental quedaba por la zona del Mediterráneo.
L se acomodó la ropa y volvió a la lectura. Yo sentí que algo me hacía presión en el pie y de pronto me vi en el suelo, acariciando a una estegobebé.
Bebé de estegosaurio.
(lugar común la silueta blindada con placas y púas, muy poco comunes los fósiles)
—Mi mascota —dijo ella—. Su nombre es Daína Chaviano.
29 de octubre
Por extaño que parezca, escribo esto en un notebook medio infantil que tiene un personaje de South Park en la cubierta. Regalo de M, que me dijo: «Escribir es una terapia». Esta mañana, mientras removía la hoja del cuchillo dentro de alguno de sus órganos, le dije al oído: «Es la peor de las terapias», y ella me miró sin decir nada (bueno, yo le estaba tapando la boca) y murió así, con los ojos abiertos, unos instantes después.
A las cuatro las dejé con los ojos abiertos. Estoy seguro de eso.
Ahora esas miradas últimas me siguen a todas partes, desde los McDonald’s hasta las estaciones del metro, brillan en las luces de neón. Como si la ciudad pensara, a través de ellas y al igual que ellas, que algo no funciona bien en mi cabeza. Sé que es el resultado de llevar al límite cierta ironía, otra sustancia, nuevos movimientos. La característica principal de esta ciudad es el rechazo.
Caminé casi todo Malecón. En el mar, a lo lejos, se asomó un plesiosaurio.
(los hay de cuello largo y cabeza pequeña y los hay de cuello corto y cabeza grande)
Llegué al edificio. El elevador no quiso llevarme pero de todas formas no tuve que subir tanto, no hasta el apartamento de M.
La encontré sentada en las escaleras.
Escaleras al seudocielo de Centro Habana.
Oscuridad. Una linterna. Me cubrí con Kenny para que no iluminara mi rostro.
—Yo conozco ese cuaderno —dijo.
Le pedí que apagara la luz y recité una introducción.
Ella no quiso ni mirar el diario. Le resumí algunas escenas.
—Así que soy la cuarta... ¿y la última?
—Disculpa, pero eso no voy a decírtelo.
Ocupé un espacio en los escalones. No nos podíamos ver las caras pero yo sí podía sentir su olor a barbie con sueños de actriz.
Sueños cumplidos, me dijo. Su nombre iba a ser citado cuando se hablara del cine que nos sacó del letargo.
—Acabo de hacer una película con Terence Piard.
—Está muerto —observé.
—Yo también. No importa. De todas formas es la mejor película que se ha hecho en este país.
Su olor a top girl pelirroja. El pelo recién lavado. La sangre diluida.
—¿En qué piensa una mujer cuando piensa que ya nada ni nadie le puede hacer daño?
Todavía no sé de dónde saqué esa pregunta. M no respondió. La luz de la linterna inundó mi rostro. Cerré los ojos y de alguna forma llegó a mí, de su cuerpo al mío, todo el estremecimiento físico. Pude sentirlo.
—¿En qué piensa un serial killer cuando piensa que lo ha ido dejando todo atrás?
Yo tampoco respondí. Pasó mucho tiempo en pocos segundos y después fue la oscuridad de nuevo y el sonido de sus pasos escaleras arriba y después otra vez el silencio.
Salí a la calle.
Llovizna Malecón.
Por cuarta vez consecutiva tuve la sensación de que todo había sido demasiado corto, demasiado tarde, demasiado nada.
Y me dije: demasiado corto, demasiado tarde, demasiado nada.
7 de noviembre
Casi 8 porque es casi medianoche. Tengo las manos vacías y no tengo sueño. Hace unas horas arrojé el cuchillo al mar tan lejos como pude. Es decir: muchas millas. Ahora debe estar en un fondo sin peces lindos, en compañía de los galeones, las balsas y los submarinos nucleares.
Por cierto, era un cuchillo japonés. Ignoro las implicaciones.
Está claro que no me voy a detener ahora. He pensado en una nueva serie, sin puñaladas. Otro estilo, otro diario. Llega un momento en que te das cuenta que tienes más cosas para utilizar, más de las que tú creías, y quieres utilizarlas sin demora. Creo que ya sólo encontraré el final si me sucede algo imposible, como morir de frío en La Habana. Como ser devorado por un dinosaurio.
Un motivo circular, pensé cuando vi de nuevo la pandilla de niños.
Las estructuras te persiguen aunque tú quieras convertirlas en ruinas.
Ahora estaban jugando entre las ruinas del Morro y, a ratos, ellos mismos parecían pequeñas ruinas.
No vi a Kenny McKormick con ellos. Supuse que ya había crecido y era semejante a un dios.
Un dios con capucha naranja y autógrafos en inglés.
Es cierto lo que dicen: Every generation has a legend.
Me puse a pensar en todo lo que me separaba de esos niños.
Tengo 25 años. Tengo memoria. Tengo desesperanza y desescritura.
Nada más. Fui hasta los arrecifes y lancé el diario al mar tan lejos como pude.
Un plesiosaurio de cuello largo y cabeza pequeña lo siguió con la vista, lo atrapó con la boca, se lo tragó. Punto final.
Aquí es donde termina esto.
¿Alguna otra cosa que decir?
A propósito, no es cierto lo otro que dicen: la ciudad de la que hablo, el lugar de los lugares del crimen, no es un artificioso paraíso de reptiles.
Por ejemplo: no encontrarán en ella un sólo T-rex.
Tampoco velocirraptores.
Nada de eso.
No estamos en el Cretácico.
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Jorge Enrique Lage (La Habana, Cuba, 1979). Licenciado en Bioquímica. Narrador. Especialista del Centro de formación literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Jefe de redacción de la revista de narrativa El Cuentero. Ha publicado tres libros de cuentos: Yo fui un adolescente ladrón de tumbas (Editorial Extramuros, La Habana, 2004), Fragmentos encontrados en La Rampa (Casa Editora Abril, La Habana, 2004) y Los ojos de fuego verde (Casa Editora Abril, La Habana, 2005) y El color de la sangre diluida (2008). Cuentos suyos han aparecido en varias antologías y revistas cubanas.
martes, 29 de junio de 2010
CARACAS, cuento de Oliverio Coelho
Cuando alzó la mirada para tantear su cara, ella ya se había apartado para observar uno de los tantos cuadros de la exposición. Tenía el perfil sugestivo de una bailarina, hombros altos y relucientes, una espalda que se reforzaba y se angostaba marcadamente a la altura de la cintura. Tursi pensó que esa piel tostada poseía el tono exacto, un color condensado que se emparentaba con las exigencias de su deseo. Además la ropa ligera –un pantalón de lino y una musculosa– ponían en evidencia, según supo indagar, el atributo más revelador: ella no usaba bombacha ni corpiño.
La mujer fue alejándose hacia otros cuadros y Tursi pensó que ella, con esos hombros ligeros y esa piel suntuosa, era la excusa que hacía tiempo necesitaba para volver a creer en búsquedas sentimentales que en otra época habían acentuado su indigencia en vez de aliviarla. Aún no se había alejado y podía abordarla. En la larga mirada que ella le había dirigido unos minutos atrás estaba propuesto todo. Los grandes hombres, se dijo, son grandes porque no dudan ante nimiedades.
Dio unos pasos hacia ella con la mano en el mentón mientras simulaba observar algunos cuadros. Se detuvo, sospechó que quizás ella lo hubiera mirado intrigada por esas facciones algo esquivas y arrebatadas que había heredado de sus abuelos napolitanos. Raro y prometedor: nunca se había creído tan indigno de una mirada como ahora. Le sorprendió no haber advertido antes que una cámara fotográfica, de tamaño considerable, colgaba del cuello de ella con una oportuna correa que marcaba contra la musculosa la superficie de los pezones. La miró caminar de espaldas, despacio, dominante. Las sandalias ínfimas mostraban sus pies alargados. Apretó los párpados y la imaginó caminado hacia él, desnuda y en sandalias, en un albergue transitorio.
Ella ya no estaba en la sala. Tursi se desplazó despacio, como si la intuyera escondida en algún rincón. Los cuadros parecían amplificar su soledad descubierta. Se desprendió el impermeable, emparejó el cuello de la camisa, se calzó en la cintura el pantalón que por el uso y la mala alimentación ahora le quedaba dos talles grande, y repasó sin interés las abstracciones que tenía enfrente. Meneó la cabeza sin poder recordar cómo había llegado al Museo Nacional de Bellas Artes. Había estado en un café cercano arreglando un préstamo, luego había cruzado plaza Francia, sofocado, observando entre la niebla brillante del verano las piernas de las mujercitas tiranizadas que corrían hacia sus oficinas o hacia los brazos de amantes impotentes; había cruzado la avenida Libertador sin saber por qué, y con el aire parco y empañado que le daba el alcohol, había subido unos escalones hasta la puerta del museo. Lo que había ocurrido después pertenecía al presente.
La mujer volvió a pasar enfrente, está vez sin mirarlo, buscando la salida con un poco de urgencia. El hecho de que ella lo hubiera ignorado legitimó la necesidad de hablarle y, sobre todo, probarse que todavía tenía derecho a las mujeres a pesar de los años, la falta de gracia, el ultraje de las deudas y la temprana decadencia física. Un guardia le impidió pasar a otra sala alegando que ya cerraban.
– Pero perdí a mi mujer –en ese momento una sombra cruzó y desapareció en el extremo de un pasillo.
– Por favor, espérela afuera. Estamos cerrando.
Tursi siguió el consejo y dio un rodeo. Si aún no había salido, esto es, si no estaba perdida en el interior de ese monstruoso edificio que había sido saqueado durante décadas, la mejor alternativa era esperarla afuera y, de paso, examinar sus piernas mientras se desenvolvían en los escalones, las sandalias ínfimas, el pelo desmechado que escanciaría en sus facciones los rostros posibles de la felicidad. Si no se animaba a abordarla, al menos podría conservar y usufructuar en noches de insomnio la imagen pura de una mujer descendiendo las monumentales escalinatas de ese antro artístico.
Poco después la vio salir y desplegar un mapa. Entre ellos, unos turistas de caras escurridas y pálidas deliberaban en inglés preparando la retirada. “También es turista”, pensó Tursi desalentado, pero enseguida, cuando los otros se retiraron y ella notó su presencia y le dirigió una mirada que expresaba alivio y expectativa, él se reanimó:
– Vos no sos de acá. ¿Puedo ayudarte...? – y apenas pronunció la última palabra lamentó haber comenzado su acercamiento de ese modo, ofreciendo un auxilio que cualquiera podía darle. Intentó sobreponerse, resurgir de las cenizas, respiró paladeando el calor sucio del verano, percibió el principio forzado de la noche, el resplandor de los autos sobre el asfalto, el viento que traía una inminente tormenta verano. Se palpó la cara, supuso que hacía días que no se afeitaba y volvió a la acción:
– Vení abajo del techo, está por llover.
Ella sonrió con un poco de compasión. Retrocedió mordiéndose los labios y balanceando una y otra vez la mirada desde el mapa hacia la cara de Tursi. “Esto va mal”, pensó él tomándose las manos y apretándose los nudillos, “me mira y no contesta”.
– Todavía no llueve –y como si el mapa le hubiera concedido algo, un placer efímero o un pretexto impensado para entrar en confianza, ella propuso–: ¿Caminamos?
Avanzaron, y él, como arrepentido, recordó la seguidilla de amores fugaces que desde los treinta lo tenía a mal traer, los sucesivos abandonos, la mezquindad de habitar una soledad sin testigos, sin bordes, a los cincuenta años.
– Vamos enfrente. Los árboles…
Trotaron para cruzar. Tursi intentó determinar el origen de su candidata –¿México, Colombia, España, Puerto Rico?– y miró el movimiento de sus piernas, las rodillas a cada paso vencidas por el apuro mientras en el aire se perfilaba una maraña de luces. Una vez acomodados bajo el árbol, él la observó descaradamente. La penumbra volcaba una intimidad vertiginosa en ese cilindro de sombra y de olores. Algunas gotas espesas chasqueaban en las hojas. Ella tenía la boca entreabierta, un brillo carnoso en la hilera de dientes. Él pensó que estaba ante una mujer del Caribe y estaba obligado a besarla. La propuesta de esos labios era innegable. La boca era en sí un sexo. Calculó el peso de sus propias manos, la inclinación para alcanzar primero el cuello, retroceder hacia los pómulos, la frente y luego los labios. Ella, como si percibiera su indecisión juvenil, sonrió. Él se contuvo y miró hacia la avenida, las luces desteñidas contra el asfalto, las esquirlas de la lluvia retenidas todavía en las nubes. Y como si todo propiciara la voluntad y la intención de un futuro inmediato, se inclinó hacia ella sintiendo que, a pesar del cálculo, se arrastraba y se agachaba como un mozo con una bandeja, y por fin alcanzó el cuello, asombrado de que fuera de hueso y carne y contuviera la calidez atávica de todas las mujeres. La besó poniendo en cada roce un cuidado absurdo que sólo es real y excitante en los sueños. Ella le cedió la boca como se cede una mano, y se mantuvo ajena, por fuera del deseo. Entonces Tursi se retrajo. Se dijo que había tomado una mala decisión y se preguntó si lo más viable no era disculparse por la torpeza.
– Está bien –dijo ella reclinando la cabeza en su hombro.
Él la observó desconcertado.Se acercó otra vez y le apoyó una mano en la nuca. Obtuvo enseguida una imagen de sí mismo profanando ese cuerpo joven con caricias todavía increadas. Se detuvo: sentía un encanto viril y perverso al presionar esa nuca angelical y posponer un gesto que ella tal vez anhelara porque debía estar sorbiendo toda la necesidad inservible, toda la energía satírica que emanaba de un porteño rancio y solo, viudo innato o huérfano traspapelado. Ella volvió la cara hacia el piso y fijó la mirada en un pie que hacía rato movía de manera regular, como si alisara el suelo.
– Desde que lo vi supe que era encantador.
Él se sintió repentinamente fuera de escena, descolocado, una bestia capaz de romper con un movimiento una cristalería entera. ¿Qué decir? ¿Cómo no contradecirla? Tarde o temprano no podría evitar hablar de sí mismo, provocar compasión. Con los años había sustituido involuntariamente la posibilidad de seducir por la capacidad de mantenerse callado. Prefería el silencio que los había acercado. En ese momento notó en el cuello de ella el peso de una cicatriz que se esfumaba hacia el mentón. “Es una viajera, no una turista”, pensó. Por encima de la niebla, cruzando los gajos movedizos del cielo, irrumpieron unos relámpagos. Los dos miraron con interés:
– ¿Ramas? No, cuerdas.
– Claro... Los que viajan ven mejor.
– No, no, yo no soy ninguna viajera –corrigió, un poco incómoda por la modestia de él–. Palabra que es la primera vez que salgo de Caracas.
“Caracas”, pensó él, y como si el nombre fuera el preludio de un viaje épico al trópico y lo desvinculara del destino del Tursi que ignoraba por qué había entrado en el museo, pensó sí que valía la pena seguir el diálogo.
– Vamos antes de que la tormenta empiece de veras – propuso ella, y sin esperar respuesta se levantó y guardó la cámara en un bolso de charol que hasta ese momento apretaba bajo un brazo, como a un arma.
Transitaron las calles en silencio, ella hacía a veces observaciones que él aprobaba mecánicamente, con un cansancio que provenía, no de escuchar, sino de buscar y no encontrar respuestas.
– Sabe, en cuanto vi su cara recordé a Al Pacino en sus mejores épocas. El padrino, por ejemplo... ¿La vio?
Tursi no supo si debía sentirse halagado u ofendido. La frase podía ser la evidencia del sarcasmo que había motivado ese encuentro tan asimétrico, o bien la observación mimosa de una colegiala. Finalmente agradeció el cumplido. Ella, celebrando su seriedad paternal, lo reanimó:
– No ponga esa cara... ¡Cuántos quisieran estar en su lugar! Ahora vamos, diga su nombre.
Tursi pensó que el asunto se estaba transformando en un juego inofensivo y estimó que ella debía tener veinte años a pesar de las ojeras oscuras que reflotaban sus ojos verdes.
– Tursi, prefiero que me llamen por mi apellido. Doctor Tursi y basta –y al pronunciar el vocablo doctor, fantástico y excesivo, recuperó un poco de entusiasmo.
– No me gusta nombrar a las personas por su apellido... Es... es... cómo decir... peligroso... inseguro... alguien como usted merece ser llamado por su nombre.
A Tursi la consigna le sonó a premisa publicitaria. Decidió inventarse un nombre: Ramón, Ricardo, Epifanio, Dardo, Marcelo... Marcelo podía sonar bien: Doctor Marcelo Tursi. No, mejor un nombre que sentenciara juventud, confianza, la invención de un fututo correcto: Martín... Sí, Martín Tursi sonaba a mártir relegado de la patria, a nombre de calle abandonada cerca del puerto de La Boca.
– Martín. ¿Te gusta?
– Claro... Todos los nombres masculinos me gustan. Por eso pregunté el suyo.
Tuvo la impresión de que sus tentativas, el beso, la caricia detrás de la nuca, la creación de un nombre, estaban destinadas a fracasar en el ridículo que esa mujer, a quien prefería llamar Caracas, promovía de un modo abusivo cada vez que se refería a él, o bien comparándolo con Al Pacino, o bien ubicándolo, a través de ese cuidadoso uso del “usted”, en el batallón de los hombres decrépitos y heridos.
– Este es mi hotel –y se detuvo ante la puerta, cruzando los brazos y frotando las palmas contra las muñecas delgadísimas.
A esa altura Tursi no sabía dónde estaba. “Cualquier hombre cuerdo”, y enseguida se incluyó en el género, “sabe que acá hay gato encerrado”. Ella cruzó el umbral y lo llamó.
– Venga, sígame, no va a decir que hizo todo este camino y no me va a acompañar unos minutos.
Él entendió que estaba obligado a subir por un imperativo que no sabía si se relacionaba con su martirizada virilidad o con su impedida paternidad. El hotel era gris, de corredores deslucidos y enchapados en falsa madera, techos descascarados y arañas con bombitas de bajo consumo. En un ascensor ruinoso, él observó de soslayo cómo Caracas con los ojos parecía emprolijar en el espejo rasgos de su propia cara.
En un séptimo piso, después de transitar un pasillo de paredes empapeladas, ventiluces entreabiertos y matafuegos, Tursi comprobó que el cuarto de Caracas era el hábitat monótono de una pasajera y no el de una puta sofisticada. Dedujo que por ende su simpatía era una cualidad y no una virtud venial, y se dejó caer en la cama con una familiaridad inquietante que ella pareció aprobar de inmediato al sonreír. Él le preguntó dónde estaban, cuánto habían caminado.
– Once –contestó ella, cadenciosa, imitándolo–. A un paso de la estación... Caminamos veinte cuadras derecho por una avenida... Pueyrredón.
El cansancio, ahora que sabía cuánto habían caminado, en vez de ceder se acentuó. Sintió las facciones derramadas, los brazos sueltos e impropios, piernas densas y echadas como un gato de dimensiones monstruosas al pie de la cama. Miró en torno y vio una cómoda, una puerta y una ventana con cortinas descorridas que mostraban, contra la luz de la calle, los filamentos oblicuos de la lluvia.
Tursi se incorporó y fue hacia el baño sin comprender qué había ocurrido mientras dormía. Se enjuagó y vio muecas y facciones desconocidas en un espejo convexo. Caracas se apoyó en el marco de la puerta y sonrió:
– Estas siestas nocturnas son las más difíciles. No se preocupe, el espejo está mal.
“Todavía me trata de usted, me respeta”, pensó Tursi desalentado mientras se secaba la cara con una toalla que tenía una humedad de días.
En cuanto salió del baño recibió sucesivas señales de que Caracas no le profesaba respeto sino un cariño algo maníaco cuyo origen no podía precisar. De espaldas, sentado en la cama, sintió las manos de ella aflojándose sobre la nuca, luego el torso pegado al suyo y las piernas que caían bordeándole la cintura. Sin cambiar de posición, escuchó que ella, voz calma y manos cada vez más ansiosas, le explicaba que fotografiaba rostros de hombres durmiendo.
– Debo tener la colección más completa de la Tierra. Todo tipo de hombres; viejos, feos, borrachos, adolescentes. Muchos no fueron amantes.
– No necesita decirlo.
– ¿Qué cosa?
– Lo de los amantes – y enseguida se sintió molesto por haberse incluido ya en el conjunto de los perdedores.
La risita de ella esta vez le rozó la oreja y a él le pareció, a diferencia de antes, una risa pecaminosa, lastimada, sin juventud, sin recuerdos.
– Usted es tan bueno... –y la voz ahora se fundió a la risa, deformándola–: Además me gusta tanto cuando se enoja –y apretándose contra su espalda apoyó la cabeza en uno de sus hombros y lo mordió suavemente.
Tursi se mantuvo inmóvil, de espaldas, y degustó la caricia de esa boca. De pronto no pudo o no supo soportar más y quiso darse vuelta, actuar, ocupar el hueco que crecía en esa mujer.
– No, por favor. Quédese quieto.
– No, por favor, quieto... Qué le cuesta...
– No puedo, no puedo, dejame...
E intempestivamente se liberó de la presión de las manos y se precipitó sobre ella con agitación de moribundo. Le quitó la musculosa y las tetas chicas y fibrosas vibraron en la penumbra. Cuando buscó con la boca los pezones, ella de un salto se incorporó al costado de la cama, retrocedió con una sonrisa espaciada por los suspiros y se lamentó:
– No, eso no Martín, no podemos... Basta, es suficiente.
Y cruzó los brazos, como para subrayar la negación, y enseguida los dejó caer a los costados y se sentó en la cama, la desnudez tensa de la espalda entre las láminas lustrosas de pelo negro. En cuanto sintió las manos alevosas de Tursi repasando otra vez sus hombros, soltó un gemido de agobio y meneó la cabeza.
– No entendés…
Él se retrajo desconcertado y apreció la belleza inmerecida de ese cuerpo. Moviendo los ojos buscó una respuesta a su presencia, a su deseo, ahí, en el cuarto manchado de oscuridad y susurros. Creyó entender.
Se estiró en la cama con el consentimiento de Caracas, que en escorzo le dirigía una mirada consoladora y, casi sin moverse, meneando las caderas, se desprendía el pantalón, lo deslizaba con fingido pudor, retiraba los pies menudos, los oprimía con las manos como si los ablandara, y completaba su desnudez acuclillándose en la cama, el borrón de vello renegrido sobresaliendo entre los muslos jóvenes.
– ¿Por qué? –suspiró Tursi
Cuidadosa, como si se consagrara a un convaleciente, ella le levantó los brazos, le desprendió la camisa y le descubrió el torso, los hombros caídos estilo panda, el vientre dividido por franjas blancuzcas de gordura. Luego le repasó el ombligo y lo hundió a fondo hasta clavarle la uña.
– ¿Por qué? ¿Decime por qué, nada más?
Caracas lo exhortó al silencio apoyándole un dedo sobre los labios. Tursi la percibió más cercana e implacable, la piel tibia, y contra el hombro sus pezones como ganchos. Entonces un nudo de desesperación, sangre agolpada, la conciencia de una impotencia involuntaria, remataron la angustia, el gemido que soltó e hizo retroceder a Caracas.
– Duérmase tranquilo...
Tursi soportó en los párpados una película ondulante de colores, sintió a Caracas como una irradiación cálida que lo protegía y a la vez lo asustaba, aunque enseguida dudó de su proximidad y se preguntó si el ardor no sería un principio de fiebre.
Durante la noche se sucedieron estallidos que convergían en su cara. Él no supo si esos planos relumbrantes eran parte de los sueños o provenían de la realidad. Soñó, no obstante, con Caracas. Estaban en el mismo cuarto, la misma luz granulada. Afuera, el anochecer. Escondido en un cubículo sin luz, él espiaba a través de un orificio que parecía una mirilla pero presentaba en los bordes texturas carnosas. Ella, del otro lado, estaba desnuda, transpirando, y puteaba. De a poco la intensidad de los gritos despedazaba el cuarto hasta que cundía el silencio y sólo se escuchaba una respiración semejante a los golpeteos de un tambor. Él retrocedía a medida que ella avanzaba con ojos vengativos. Las puertas se abrían y Tursi se descubría tiritando en una esquina, diminuto y arrodillado en el interior de un ropero cuyas paredes palpitantes eran de carne. Ella lo atraía hacia sí, lo sostenía boca abajo por los tobillos, lo acariciaba como a una presa, y tiernamente arrancaba sus miembros, uno por uno. En el suelo quedaban pétalos desteñidos que la brisa removía.
Despertó desnudo, unido a una sensación de abandono, ebriedad, borrada placidez, una sensación irreal de estafa. Se incorporó. La tormenta del día anterior persistía en la luz opaca que filtraban las cortinas del ventanal. Los intervalos de sombra parecían fragmentos de Caracas. El aire prensado por el encierro mantenía intacto el olor inconfundible y nato de un cuerpo joven. No había otro rastro de ella. Ni ropa, ni una valija, ni el reflector. Sólo ese olor erróneo, a pureza conquistada, a pesadilla calma, que quizás hubiera entrado con la mañana. No quiso pasar al baño, cualquier necesidad podía posponerse ante la urgencia de abandonar la habitación que había amplificado la confusión de ser Tursi.
Bajó y en la recepción del hotel un hombre encorvado y de expresión mutilada lo llamó por su nombre. Tursi dudó. Supuso que ya no podía ignorar el llamado porque se había detenido y en ese lapso había pensado, había mostrado que sabía el porqué del llamado: Caracas no debía haber pagado la cuenta. Esa suerte de secuestro del que él había sido víctima por una noche, ahora se explicaba de principio a fin. Con la certidumbre mezquina de poseer sólo una suma de dinero prestado que de ningún modo cedería y de no estar registrado en el hotel, avanzó hacia la recepción dispuesto a negar, por hábito y profesión, la realidad de cualquier deuda. El hombre se agachó. Entreabriendo la boca diminuta, endurecida por un gesto de displicencia que podía ser también señal de idiotez, le extendió un sobre.
– Para el Doctor Martín Tursi.
Al escuchar su apellido pronunciado con tanto énfasis por una boca esclava de un gesto, arrancó el sobre, atravesó el hall tropezando con jirones de alfombra y visitantes de aspecto clandestino. Enfrentó la humedad de Buenos Aires, el asfalto parpadeante, los edificios etéreos que rodeaban la estación de Once. Empujó su desmantelada soledad atropellando cuerpos de una pesadez artificial. En una esquina se detuvo y tanteando con los ojos el sol nuevo, vació el sobre en un cesto de basura. Unas fotos flotaron en el aire y quedaron en el agua del cordón. Tursi ya se había perdido en la muchedumbre, bajo la luz servida del mediodía.
sábado, 5 de junio de 2010
Poesía de Miércoles en el Chaska, Trujillo. Fecha 26.
Fin de la crónica
y
Fin del Mundo.
Chau.
jueves, 20 de mayo de 2010
El viaje intrahistórico de Liliana Ramos Salazar. Una lectura en torno a EN LOS SOFÁS DE EUROPA, su primera novela.
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Soy de los escritores que no creen en la división por género de la literatura, lo he dicho en varias oportunidades, la clasificación me tiene sin cuidado; creo en la literatura como oficio asexual que no guarda compromisos con definiciones modernas como la ética o los valores: la literatura es un cuerpo conciso cuya estructura está más allá del cuento judeocristiano de lo bueno y de lo malo, es esa búsqueda sin bandera por la plenitud de la expresión para satisfacer al cuerpo y la conciencia individual de quien la escribe. Por eso leí EN LOS SOFÁS DE EUROPA, la primera novela de Liliana Ramos, que más que un testimonio bien podría leerse como una crónica íntima, como una cartografía, como un mapa particular cuyas bahías, cordilleras o metrópolis son pautadas por lo que Liliana ha experimentado no desde lo físico de los espacios sino desde las personas con quienes ha sufrido sus propios accidentes.
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Lo cronológico se da por la forma cómo ha sido desarrollada como proyecto. No juega con las técnicas. Liliana apela a su memoria, por eso inicia con la jovencita de 19 años que necesita trabajar para sostener sus estudios y nos presenta al saque un panorama del hogar en donde vive: una madre preocupada en quien según ella es el gran amor de su vida y una casi adolescente que empieza a sentir el sabor de la frustración al comprender que su palabra es muda ante quien se supone es la columna donde ella debería apoyarse. Si adentro estaba sola entonces las respuestas las encontraría afuera, y parte. Y empieza su itinerario de vida que la llevará desde Bolivia hasta Italia, conocerá Miami, regresará a Perú y volverá de nuevo a Italia, a las europas donde seguirá buscándose y buscando ese complemento pueril que no sabemos por qué nos llena tanto: “el amor”. No pienso ser un aguafiestas así que no voy a contarles la historia, pero si quiero detenerme en algunos detalles que me impulsan a recomendarla: la descripción de las ciudades: dije al inicio que esta novela también puede leerse como crónica que ha sido enriquecida por la seguridad de quien estuvo físicamente en los escenarios que le sirven como mapas para el texto, lo que de hecho nos hace viajar de la mano con Liliana y ser testigos de los hábitos o costumbres de las ciudades elegidas. El humor: si bien este testimonio empieza como una confesión dolorosa, ya en la búsqueda el humor es otro de los elementos que hará que disfrutemos su lectura, la forma cómo le ha dado vida a los personajes, o mejor dicho la nitidez con la que los ha trasladado a la novela. Los diálogos: su claridad en la comunicación hacen de EN LOS SOFÁS DE EUROPA un texto que debe leerse para reencontrarnos.
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He leído novelas testimoniales como Un millón de muertos de José María Gironella, A sangre fría de Truman Capote, aún considerada por muchos como la primera del género; Los ejércitos de la noche de Norman Mailer (1968), Soldados de Salamina de Javier Cercas o Paula de Isabel Allende y debo confesar que es el género con el que más identifico, por eso cuando su editor me pidió que presente esta novela acepté gustoso; he disfrutado y me he dolido con EN LOS SOFÁS DE EUROPA y es particularmente ese viaje intrahistórico a los extremos lo que me permite recomendarla.
lunes, 17 de mayo de 2010
Luis Alfonso Morey: candidato a la alcaldía de San Isidro por ADELANTE
miércoles, 28 de abril de 2010
Eva Velásquez: las flores de la gata
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Eva sabe suministrarle agua a sus versos. Sus emociones han sido capturadas en un proyecto escritural de la sutileza, Eva no se incendia con la violencia de la urbe, tampoco desciende a los inframundos de los poetas malditos, ella se mantiene al centro, ella está allí, horizontal, como quien asimila que en esa línea reposa el equilibrio que la nutre de ese poder para no poetizar desde los extremos, ella conoce los extremos, pero eligió entregarnos estos textos, estos poemas como manzanas de ese árbol a quien el mito judeocristiano califica de prohibido. Utilizo el término porque en un momento en el que la dignidad de las personas es insultada por la soberbia, por el egoísmo, el hombre de esta época no debería merecer estos poemas. Este libro como un premio. Pero Eva Velásquez es poeta, Eva Velásquez ha escrito desde su estremecimiento.
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Ancash que cuenta entre sus escritores a Carlos Eduardo Zavaleta, Julio Ortega, Oscar Colchado Lucio, Dante Lecca, Ricardo Ayllón, Augusto Rubio, entre muchos otros, suma a Eva Velásquez a su nómina de notables y nos confirma que la literatura más allá de Lima todavía es capaz de sorprendernos, de jalarnos las orejas para decirnos que allí hay otros centros donde la cultura tiene movimiento, donde el arte en sí es prolífico.
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“La flor de la gata”, por la forma cómo Eva encabalga sus versos, podría situarlo entre esos escasos libros donde la turbulencia no aniquila la intensidad del yo poético, quizá por eso cada poema se presenta como una historia, o como expresiones reticentes que dejan finales abiertos para que el lector lo concluya, entonces se despersonaliza la emoción y el poema adquiere otra fuerza: el poema es de Eva pero ya no le pertenece.
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Yo felicito a Eva Velásquez por esta nueva entrega. Eva es una poeta a quien leo desde “Oleaje de mujer” el libro que publicó hace seis o siete años, leí después su “fantasía desplegada”, conjunto de poemas que disfruté en Caral cuando coincidimos en un encuentro de poetas el año 2007; no tenía noticias de ella mas que por el MSN, por eso cuando me invitó para que presente su nuevo libro acepté con entusiasmo. Presenciar que está vigente, que continúa escribiendo, que sigue cómplice de la noche limeña, que participa en recitales, que durante estos años ha logrado algún premio y que publica en diversos medios físicos y virtuales es un poderoso motivo para celebrarla y para agradecerle su persistencia por continuar en esta ruta en la que no siempre somos entendidos.
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Felicidades por estas flores de la gata.
domingo, 28 de marzo de 2010
Sócrates Zuzunaga ganó el Premio Copé de Novela en su versión internacional.
Escritores: Alberto Alarcón, Carlos Calderón Fajardo, Harold Alva, Sócrates Zuzunaga, Willy del Pozo, Carlos Rengifo, César Olivares, Jorge Tume, Henry Quintanilla.
Sócrates Zuzunaga, Zuzucha, es uno de los narradores más nobles que he conocido, su humildad lo agiganta. El año pasado, en la gira de escritores que hicimos con Altazor, quienes participamos en ella confirmamos su espíritu sobrio, gentil y aleccionador que ha hecho de su obra una escritura que se lee con facilidad y entusiasmo. Por eso no nos sorprende enterarnos ahora vía comunicación con mi amigo Miguel Ruiz Effio que nuestro Zuzucha, acaba de hacerse del primer puesto del Premio Copé de Novela, en su versión internacional; con un jurado conformado por Fernando Ampuero por PETROPERÚ; Edgardo Rivera Martínez por la Academia Peruana de la Lengua; Ricardo González Vigil por la Pontificia Universidad Católica del Perú; Jorge Valenzuela Garcés por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Marcel Velázquez por el Instituto Nacional de Cultura; con su novela La noche y sus aullidos.
Sócrates Zuzunaga, en la mandolina, con Jorge Tume.
Recibe, Sócrates Zuzunaga, este abrazo enorme con la misma conmoción de aquella noche en Trujillo cuando hiciste hablar los acordes de tu mandolina, mientras Willy del Pozo, Carlos Rengifo, Carlos Calderón Fajardo, Jorge Tume, Henry Quintanilla y Eduardo Elías, te aplaudimos orgullosos por contarte entre nosotros.
Salud.