Escribe: Harold Alva
La
última vez que lo vi fue hace 24 años. Todos lucíamos impecables.
Era la clausura del año escolar. Yo me había ubicado al fondo, al lado de mi
madre, inquieto y resignado.
Aquel
1990 no recibiría diploma, empecé el primero de secundaria en el José Carlos
Mariátegui de Papayal. En mayo inició una
huelga del SUTEP que a los alumnos de los colegios nacionales casi nos hizo
perder el año académico. En agosto, mi padre, preocupado por nuestra situación,
realizó todos los esfuerzos que le permitió su sueldo de policía para
matricularnos en el único colegio particular de la provincia. Estudiar en el
San Agustín significó algunos cambios. Papayal está ubicado a media hora de
Zarumilla: tuvimos que ponernos al día del primer y segundo bimestre, en
paralelo a no descuidar el tercer bimestre en curso; viajar todos los días por
aquella carretera en el camión de tropa que movilizaba a los hijos de los oficiales del
ejército. Fueron otros hábitos. Tuvimos que vestir el buzo celeste de educación física, rotarlo
con el típico uniforme, cambiamos de insignia. Fueron quizá los meses más
tediosos de mi vida. No le deseo a nadie tener que estudiar tres bimestres al
mismo tiempo y dar exámenes de matemática o de historia con todas las fechas y
las cifras de golpe.
Jamás fui un alumno que se sentara adelante de la clase, mi sitio siempre fue atrás, al fondo desde donde inventaba los apodos
que mis compañeros repetían, o desde donde dibujaba a mis profesores para no
aburrirme con las a veces innecesarias explicaciones de dos horas. Atrás era
el lugar de los guerreros, atrás estábamos los rebeldes, el grupo con el que
todo el salón quería lucirse en los recreos. Aquel 1990 fue distinto. La primera semana me di cuenta que si quería aprobar el primero de secundaria necesitaría
dejar atrás aquellos hábitos y sentarme adelante. Tuve que transformarme en el muchachito chancón que caminaba con sus libros y cuadernos, el que leía en todas
partes. Era eso o no pasar el año. Me ponía al día en los recreos, venía
leyendo sobre el camión que nos traía y retornaba escribiendo haciendo
equilibrio con los baches de la carretera. Así fue hasta que llegó diciembre.
Fui el adolescente que no pudo darse
el lujo de tener muchos amigos.
Acabé el primer año sólo habiendo
departido con Panta que se sentaba adelante, con Garrido y mi hermana Holenka
que, como yo, sólo tuvo a Paola y Patricia como amigas. No tuvimos tiempo.
Y allí estaba aquella mañana, de la
mano de mi madre, nervioso y resignado esperando que anuncien a los primeros
puestos para ir por mi libreta de notas. Adelante estaban juntos todos los alumnos de primer año. Atrás, aún
ajenos y extraños, mi hermana Holenka y yo. Una vez
que terminó la ceremonia llegó el turno de la entrega de diplomas. Llamaron al
tercer puesto en aprovechamiento y conducta, después anunciaron que hubo empate
con el segundo puesto, anunciaron el nombre de uno de los que había empatado y
cuando me disponía a salir de la Iglesia, herido en mi vanidad; pronunciaron mi
nombre. Frente a mi sorpresa y resignación, aquel vertiginoso 1990, empaté el
segundo puesto. Mi madre emocionada casi aplaude como doña Florinda a Kiko,
menos mal que su emoción la detuvo y fui por ese diploma, el primer cartón que
sentí que realmente me había costado.
Contento
retorné a mi lugar del fondo, orgulloso y en silencio, a observar quién era el
primer puesto. Lo intuí: Panta Quiroga, José. Mi amigo José Panta obtuvo el
primer puesto y yo sentí que supe darle pelea a aquellos meses en los que casi
pierdo el año. Fue un buen primer puesto, creo que ganamos bien, pero aquella
mañana fue también la última vez que les di la mano a mis compañeros del San
Agustín.
El
año siguiente retornamos a Cañaveral.
Ahora
Panta es contador. Vivió en Lima diez años, fue funcionario en el Ministerio de
Economía, catedrático de la UNI y asesor de la contraloría. Ha sido Gerente de
la Municipalidad de Tumbes y es el virtual candidato a la alcaldía de
Zarumilla. Anoche nos reunimos después de 24 años y cruzamos caminando Miraflores
y Barranco.
“Ahora
ya puedo decir que caminamos juntos”, me dijo.
Coincidimos
en política, coincidimos en que la nuestra es la generación del relevo,
coincidimos en que tenemos una responsabilidad histórica, coincidimos en que debemos
seguir preparándonos para los retos del bicentenario. “De niño quería ser
astronauta”, le dije. “Yo todavía quiero”, respondió.
Ahora
sabemos que otra fue la altura y el viaje siempre fue nuestro Perú.