El escritor de verdad vive para su obra, en su
radio de acción no hay lugar sino para fabular, para construir los argumentos
que le darán consistencia. No se mide con nadie, no está pendiente de las
reseñas periodísticas, no anda solicitando entrevistas. El escritor de verdad
compite consigo mismo, su lucha es contra sus fantasmas, contra la
inestabilidad del lenguaje, porque sabe que la vida es demasiado corta como
para distraerse con la estupidez de la moda. El escritor de verdad no busca
ponerse “de moda”, no está pendiente de cuántos “likes” consigue su estado de
Facebook. Su tiempo lo dedica a leer, a construir sus historias, a corregirlas
y en ese ejercicio aprende a destruirse porque sabe que sólo destruyéndose
alcanzará la perfección, el remate lírico, el final sorprendente. Y retorna al
reto de su pantalla como quien acepta una pelea. El escritor de verdad sale a
la calle, se contamina con el esmog de la vía expresa, se detiene sobre los
puentes y observa los edificios, la velocidad de los autos, el vuelo de
aquellos pájaros que lo observan con misericordia. El escritor de verdad no
está a la caza del reconocimiento ni anda pidiendo que lo incluyan en
antologías, al escritor de verdad no le importan las antologías, no está
pendiente de seminarios o conferencias, no solicita que lo pongan como crítico
en las presentaciones, no anda buscando presentaciones. El escritor de verdad
no se hace propaganda, no busca organizarse en argollas o capillas porque
hacerlo significa inseguridad, pánico a que nadie lo tome en cuenta, al escritor
de verdad no le interesa que lo tomen en cuenta. El escritor de verdad es un
bello salvaje que se entrega a lo que ama sin proyección ni cálculo, el resto
son las credenciales para alcanzar el olvido.
miércoles, 2 de diciembre de 2015
El golpe de Victoria
El título de un libro suele ser
una puerta, pero cuando esa puerta tiene que ver con el azar, la intriga es lo
primero que nos asalta. No es lo mismo ingresar (o salir) con la certeza de que
adentro (o afuera) hay algo a intuir que después de dar el paso decisivo nos
espera la sospecha, la duda como relacionante a esa decodificación que hará del
personaje no la punta del icerberg sino ese ochenta por ciento que el narrador
nos entrega de forma sistemática como quien se arranca la piel, su historia,
página tras página. Victoria Guerrero, la poeta de “Ya nadie incendia el
mundo”, “Berlín” y “Cuadernos de quimioterapia”, ha publicado “Un golpe de
dados (novelita sentimental pequeño – burguesa)”, un texto de autoexploración
que nos entrega como quien necesita saldar una deuda con la nostalgia, con las
calles donde no sólo conoció el amor sino sobre las que fue creciendo una
generación con la que participa como quien detona una bomba, un grito, un poema
de redención. Victoria Guerrero, consecuente con su propuesta poética, ha
escrito un relato político que bien puedo asociar a sus “Documentos de
barbarie”, por ese tono de inventario que a pesar de lo personalísimo
constituye un manifiesto colectivo. El valor agregado, más allá de la historia,
radica en su técnica, en su estilo para domar el lenguaje: la destreza con la
que narra cómo se gesta la reacción popular y, a contracorriente, nos deja el
final como esa puerta que constituye la punta del icerberg, lo que se ve:
Guerrero termina su texto sin escribir lo que sabemos, es reticente. Nos
propina un knockout, una lección de clase con la que no podemos dejar de
perturbarnos. Léala: “La palabra no existe en medio de la guerra”.
El viejo LAS
Le enseñaron a caminar en la oscuridad, su madre le vendaba
los ojos y así lo hizo conocer la casa paterna, me contó Hugo García Savatecci,
el filósofo, acaso uno de los intelectuales que estuvo más cerca del maestro.
Tenía un gran sentido de la reacción –continuó-, una mañana salíamos del
Legislativo y me preguntó quién se acercaba, a Luis Alberto le gustaba ser él
quien saludase primero, pero era obvio que su ceguera no se lo permitía,
entonces preguntaba; se acerca su sobrino Javier Diez Canseco, le dije. Muy bien,
respondió. “Hola Javier”, le dijo. “Hola tío, cómo la ves”, respondió el
parlamentario jugándole una broma. “Bien, bien, y tú cómo andas”, replicó LAS,
Diez Canseco sólo sonrió ante los reflejos del viejo y continuó. Otro día,
prosiguió García Salvatecci, se fue la luz durante un pleno, los legisladores
confundidos intentaban salir, tropezándose. “Orden en la sala”, “orden en la
sala”, repitió LAS, “Quien quiera salir, sígame”, hicieron una cadena de brazos
y salieron gracias a la destreza que desarrolló desde su niñez, pero a Luis
Alberto Sánchez no le gustaba poner en evidencia su ceguera y cuando
pronunciaba sus discursos, se ponía al frente, sacaba su portafolio, lo ponía
sobre el púlpito, lo abría y pronunciaba el discurso como quien lo estuviese leyendo,
era un orador impecable. Cuenta la leyenda que el rey Juan Carlos le pidió a
uno de sus secretarios que le pregunté sobre su técnica, el hombre se acercó a
Sánchez, lo observó de cerca y, sorprendido, regresó al lado del rey: “su
técnica es poner las hojas al revés”, le confesó al rey. En otra ocasión,
durante un acalorado debate, un senador del PPC lo insultó: “es usted un
cornudo”, profirió. LAS, tranquilo, frunció el ceño y agregó: “en el lejano
caso que tenga razón, lo mío se cura cambiando de mujer, sin embargo, usted no
podrá cambiar nunca de madre”.
Tarja Turunem
Lo primero que escuché de Tarja fue su interpretación de “El
fantasma de la ópera”, cuando era vocalista de Nightwish, la banda finlandesa
de donde, después de nueve años de ascendente carrera en la escena del power
metal mundial, fue expulsada el 2005. Su impactante voz hizo que investigue
sobre su registro más que sobre la historia de la banda. Ella fue quien les
marcó la pauta, ella fue la estrella; paradójica virtud que determinó la
extraña decisión de Tuomas Holopainen por entregarle una sombra a su carrera
con la desatinada expulsión. “Tenía aires de diva”, declaró. Argumento que
pierde piso cada vez que la soprano se pone en contacto con su público. Tarja
Turunem nació en Kitee, en 1977. Después de grabar seis discos con Nightwish,
inició su carrera como solista. Es soprano, compositora y pianista. La diosa
del metal ha hecho del rock una invitación a lo gótico que captura
especialmente a quienes invadidos por el arte, nos trasladamos a escenarios
disímiles en los que podemos liberar los demonios a quienes hemos aprendido a
observar en silencio cuando escuchamos el crepitar de una garganta que sacude
como el filo de la conmovedora y oscura voz de la sirena de Finlandia. Su
dimensión en la escena de la música, alcanza territorios inéditos gracias a su
rompimiento con lo que conocemos como power metal. Su mezcla del heavy
tradicional con particularidades escolásticas hace de su propuesta una
vertiente en la que lo melódico triunfa con ventaja sobre esa agresividad con
la que dosifica cada una de sus interpretaciones, va más allá del thrash. Su
aporte es precisamente esa tensión que la eleva y la independiza lo suficiente
como para dejar de esquematizarla cual representante de un subgénero. Tarja
Turunem se independiza como tendencia: ella ha fundado su propia tendencia.
Claudia, en el camino
Su primer libro: “Noche infiel”, capturó la
atención de quienes ya veníamos escribiendo en los noventa. Una portada oscura
con la silueta de una mujer en la ventana nos sugirió que estábamos frente a
una mujer para quien el atrevimiento era parte de su vida. Claudia Pacheco
tenía diecinueve años. La primera imagen que tengo de ella es en la Plaza de
Armas; su cabellera corta, en jean, medio hippie, el maletín con pinceles en
una de sus manos y, en la otra, el estuche de su guitarra. Estudiaba en Bellas
Artes, escribía poesía y, con Rafael Mercado, fundaron “Noise”, el dúo de
música electrónica. Después le perdí la pista. Los vertiginosos noventa
segregaron a una generación que supo resistir aferrándose a su lado más
salvaje: el arte. El nuevo siglo se encargó de reunirnos a muchos. El internet,
el famoso Messenger de inicios del dos mil fue el culpable de la reintegración
de aquellos que suponíamos los vestigios de una década que casi nos vence.
Claudia Pacheco había continuado con su búsqueda, recorrió el mundo, conoció
otras culturas, aprendió algo que no habríamos vislumbrado: magia. Se convirtió
en la única mujer ilusionista de Latinoamérica inscrita en la “International
Brotherhood of Magicians” y continuó escribiendo. Tenía otro libro: “Love my
way”, en la portada la reconocemos a ella al volante reflejada en el
retrovisor, un conjunto de poemas que marcó su retorno a la primera Claudia:
“No puedo describir con exactitud lo que me rodeaba / lo sórdido y perverso lo
ocupaban todo / lo apacible e ingenuo no cabían más en el contexto”, pero con
la precisión de quien continúa enfrentándose a un mundo perverso. La poeta se
atreve y “atreverse ya es conquistar un lugar en el paraíso de la belleza”,
afirmó Roger Santiváñez. Yo lo suscribo.
Santiváñez, el sobreviviente
Roger Santiváñez es el único escritor que ha sido protagonista
de lo acontecido durante los últimos cuarenta años de poesía. Su inicio en
Piura, su posterior arribo a Lima, la urbe salvaje, la bestia a la que se
enfrentó con los Hora Zero, con La Sagrada Familia, con el rock subterráneo que
dinamitó la ciudad a inicios de los ochenta, con Kloaca, el movimiento que
fundó con Domingo de Ramos en el que participó Mariela Dreyfus, Polanco, y
otros intensos artistas que marcaron la década, sobrevivió a los noventa, a los
lumpenescos noventa. Una de sus acciones de rechazo al sistema fue detenerse al
centro de la Plaza San Martín para cortarse las manos sujetando la bandera.
Vivió en los sótanos de la perdición, en la selva agreste de los alucinógenos,
de la decadencia como contrasentido de afirmación a los que cruzó como un
balido aferrándose a la noche, aferrándose a ese amor que acaso lo detuvo para
que no siga exponiendo la vida. Y escribió, escribió siempre: “Antes de la
muerte” (1979), “Homenaje para iniciados” (1984), “El chico que se declaraba
con la mirada” (1988), “Symbol” (1991), “Cor Cordium” (1995), “Santa María”
(2001), son una serie de documentos que lo confirman como uno de nuestros
poetas de mayor proyección y trayectoria. Pero Santiváñez necesitó más y
experimentó con la narrativa, publicó “El corazón zanahoria”, un texto sobre
sus primeros años en un barrio del norte y “Santísima trinidad”, nouvelle donde
el descubrimiento de la sexualidad es un pretexto para retornarnos a la urbe y
a su pasión por escribir sobre los tejados, sobre las sucias ventanas de las
zonas marginales donde no se admite otra sombra que no sea el reflejo de la
violencia, su insípida ternura, y la memoria, su memoria como la victoria de un
sobreviviente.
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