Escribe: Jorge Nájar
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En
las once historias que componen Cada uno con su infierno (Summa,
2013), Ronald Arquíñigo Vidal (Lima 1982) se enfrenta a la prueba de
un invento literario que apuesta por todo o nada: si decae
su carácter expectante o falla el desenlace, el invento puede caer en el vacío.
Tal es el destino de los cuentos. Tal es el destino de los cuentistas.
En la historia con la que abre estamos en un tugurio limeño. El
protagonista es un ser disminuido por el desprecio. Un narrador omnisciente
narra su sufrimiento y nos conduce por un turbio acantilado para cobrarse la
venganza: ¿de qué?, ¿contra quién? Lo que se apresta a realizar ese pobre
diablo hace que el lector se mantenga en vilo, suspendido de la palabra que
escarba con minucia y sin piedad en esa conciencia. No tiene ni una gota de
grasa. Todo es fibra. En la segunda historia, el escenario se ha trasladado a
Buenos Aires. A diferencia de la historia limeña, aquí las calles y los bares
tienen nombres propios. Matías acude a una cita con su novia y se encuentra, en
una situación equívoca, con el mensaje descubierto entre ceniceros y tazas en
la mesa del Bar Suárez. El mensaje está dirigido a alguien cuyas iniciales no
corresponden con las de Matías, pero la caligrafía se parece a la de su novia.
El esclarecimiento de esa situación es el motor de una historia que avanza
imperturbable hacia el meollo de la tragedia.
Más allá de las anécdotas está la música que resuena en cada una
de ellas. La música de la prosa narrativa. La música de fondo. A lo largo de
todo el conjunto el oído reconocerá esas entonaciones. En unas se oyen los
desgarramientos del vals peruano y su preferencia por historias de callejón. En
otras, las melancolías del tango. Y en casi todas el trasfondo del jazz. Se
trata de un universo en el que se entreteje el mundo de las pasiones rebosantes
de furias, odios y rencores que llevan al crimen en la intensa música de la
noche. Se levantan ante nuestros ojos verdaderas ruinas de la existencia
navegando entre habitaciones sombrías cuyas ventanas dan a jardines ruidosos,
barrios degradados por la violencia, embarcaderos, bares, estaciones de trenes
abandonadas. No son simples detalles de la anécdota. Es el nervio mismo de
estas historias dramáticas. Pero lo que verdaderamente importa en su
caso es el ojo y la voz que desde el fondo de esos infiernos, narra,
pinta, describe, otorga olores, luces y sombras a la vida cotidiana de una
serie de personajes marginales.
A
lo largo de todas las historias el lector avanzará dividido entre esos dos
mundos, entre esas dos melodías, hasta asistir a la aparición de “el escritor
de anteojos”, descrito prácticamente con las características físicas del autor:
“un tipo alto y flaco, bastante desaliñado” tal y como aparece en una de las
solapas del libro. A partir de ese momento los cuentos ganan en luminosidad,
los escenarios son más bien diurnos y sus personajes son escritores, músicos,
gente inmersa en el arte, pero aún así, gente abandonada en el camino. Resulta
pues tentador afirmar que el autor narra historias muy cercanas, tal vez
vividas en sus trajines entre el mundo rioplatense y el universo que germina
crece y agoniza en las tres veces coronada villa.
El cuento con el que cierra el volumen es de antología. El
escritor de anteojos es presentado por el narrador omnisciente en su nicho
ecológico, una habitación dentro de una vivienda urbana colectiva. Se
trata de un conventillo en el que cada cuarto es alquilado
por hombres solos. Los servicios son comunes para todos los inquilinos. Solitarios
que se esquivan unos a otros. Gente ensimismada en sus propias preocupaciones:
un escritor poco satisfecho de sus propios proyectos de escritura, un
envejecido intérprete de tangos y milongas en su estrecha habitación. Seres
anónimos que pasan como sombras por los pasillos y corredores. Allí el escritor
recibe la visita de Andrea: “Lo previsible sucedió, pues terminaron haciendo el
amor, espiados por la luz anochecida de la calle y anestesiados por la música
melancólica del viejo.” Una verdadera delicia de discreción y hasta de
solidaridad con ese mundo inundado de melancolía.
Como ya se señaló, las historias de Arquíñigo Vidal
arrastran compases del sur, de milongas, de valses y, sobre todo de mucho jazz,
de mucha noche, cervezas y whiskys. Y un gran desasosiego. Todo eso, más la
minucia de los detalles para retratar tanto el mundo visible como el invisible,
termina por plasmar en unos textos cargados de poesía órfica.
Narradores: Ronald Arquíñigo Vidal y Pablo de Santis.