miércoles, 10 de septiembre de 2008

Bárbara / Trujillo, abril de 1998*

Triunfar era la única certeza que habitaba en mí, aquella noche. La había visto subir, por las gradas del pabellón, desde hace casi tres años. Era como ver al viento ensortijado tras los postes, sus ojos tenían la tristeza de todos mis escritos, de toda la vida minimizada en el ícono de alguna ventana de un programa cibernético. Quizá si el tiempo hubiese descansado con las piernas cruzadas en un velero al norte de todas las mareas, otra historia fuese este ir y venir, con la melena despeinada, sin la convicción de haber estado ausente en un compendio de datos irreales. Había averiguado toda su vida, sé que estuvo lejos siete años, pero ahora ya no tenía el cabello largo, ya no descendía por las gradas donde la conocí con este anonimato que siempre me desvela. Hice todo lo posible por tenerla cerca. Era como volver al niño que asesiné una mañana para no llorar por el último juguete. Ella estaba allí: al frente, cerca de estas manos que la evocan. Bárbara lucía un traje corto, los brazos desnudos y las piernas rutilantes. Sus ojos ya no reflejaban la tristeza de todos mis escritos. Sus ojos estaban saturados de otro tipo de tristeza. Sus labios eran la encarnación de un río que rompía con su cauce todas las arterias, toda la sangre corriendo por la vida, toda la muerte huyendo de la muerte. Carla me había comentado que Bárbara tenía al tiempo subordinado en sus discursos, entonces jamás volví a caminar con los deshilachados pantalones y la camisa desabotonada. Hablar con ella fue descubrir que todavía existen mujeres dispuestas a sacrificar sus horas por un retazo de poema, que la pasión por devorar siluetas no es solo la evidencia de ser un recluso en las celdas de la moda. La cordura, sin embargo, no significó la esquematización de mis poluciones literarias, desde que adopté la imagen de su nombre y lo hice mío, grité, sin importarme el resto de la gente, mi explosión de fuego desde los pisos más elevados de la duda. Hasta entonces la había frecuentado casi a diario, verla por las mañanas y hablarle por las tardes fue la más clara introducción al mundo que frecuentaron los jinetes de la onírica ciudad que me maldijo. El crepitar de los suspiros que Bárbara emitía cuando escuchaba la irracional conducta de los hombres la volvía real, la convertía en algo sólido pese a la inmaterial figura que me había cautivado. Una tarde descubrí que Bárbara también viajaba por galerías imaginarias. Al escuchar mis sueños, los concibió como la más cuerda actitud de lo que existe, cuando sintió mi voz fue como si el viento hubiese tomado ya su forma. En realidad Bárbara era diferente. Lo extraño, escucha porque este es el misterio más grande que me incita a rescatarla, era su mano izquierda que observaba a la derecha cuando los nervios la impulsaban a mutilarse las uñas, su mano izquierda que escondía los secretos de las irreverentes acciones que la volvían más exacta o más perfecta, era su mano izquierda que izaba a todas las edades al momento que el sol le decía que más allá de la precariedad del calendario, que apuntaba al centro de mi frente, yo también gozaba del derecho de amar (detesto esta palabra). Tenía veinte años la noche que esperé por ella. Los alumnos que veían la inquietud de mis gestos solo se limitaban a saludarme haciendo unas leves muecas con las cejas. Nadie imaginó que estaba nervioso. Todo mi cuerpo estaba rodeado por una sensación de visiones alucinantes. Yo estaba allí, estático, el recuento del primer momento fue tan claro que hasta hoy dudo si la lógica en la continuidad de las fechas es la teoría que rige la veracidad de la historia o la insurrección del laberinto que ha perdido a centenares con la sagacidad del tiempo en las mandíbulas. Ya no estaba nervioso. De pronto mi cuerpo era la espada que retaba estos horarios. Mi juventud acribilló la irracionalidad de las fechas que vislumbraron la razón de Bárbara en los juicios. Fue como profanar mi verdad con la mentira, mi sombra con la claridad del mundo fijo. El viento de las siete penetraba en mi casaca. Nadie sabía por qué esos últimos meses había vuelto al poeta. Fue a las siete cuando recordé que me llevaba algunos años. Ahora era yo el que deseaba mutilarse las uñas con los dientes. El viento se detuvo en la placa de la entrada. El pabellón entero tenía filmadoras en las columnas y las gradas. Ella bajaría con el pelo corto y la sonrisa, con el pantalón azul y la blusa oscura. Ella bajaría con sus ansias de viajar por todo el mundo. Yo la había visto subir hace tres años y allí estaba: como un centinela vigilando su descenso. Yo estaba allí. Triunfar era la única certeza que habitaba en mí, aquella noche. Bárbara había subido y no bajaba. O será que yo subí a Bárbara por mis gradas y la había convertido en esa nebulosa diferente, o será que yo había dejado arriba a esa Bárbara que era distinta al cuerpo que esperaba porque sencillamente lo infinito no puede reducirse a la palabra, porque mi Bárbara era eterna y porque arriba cumpliría sus veintinueve años para siempre.
Bárbara fue el inicio de mi ausencia, el fin estaba lejos: escondido en la memoria.
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*Hace diez años escribí este texto. Hoy llegué muy temprano a casa: 5:30 a.m. Busqué entre mis viejos papeles alguna historia rescatable y encuentro dos, Bárbara que es este texto, fechado en abril del 98, hace más de diez años y Bárbara, otra vez, de enero del 2000. No sé si Bárbara existe, dudo ahora ya de eso, pero me ha ayudado a escribir y confundirme, la primera vez llegó cuando tenía 14 años, después regresó a los 20 y así en reiteradas ocasiones. Es, digamos, mi fantasma favorito.