viernes, 28 de febrero de 2014

Zarumilla y José Panta


Escribe: Harold Alva


La última vez que lo vi fue hace 24 años. Todos lucíamos impecables. Era la clausura del año escolar. Yo me había ubicado al fondo, al lado de mi madre, inquieto y resignado.
Aquel 1990 no recibiría diploma, empecé el primero de secundaria en el José Carlos Mariátegui de Papayal. En mayo inició una huelga del SUTEP que a los alumnos de los colegios nacionales casi nos hizo perder el año académico. En agosto, mi padre, preocupado por nuestra situación, realizó todos los esfuerzos que le permitió su sueldo de policía para matricularnos en el único colegio particular de la provincia. Estudiar en el San Agustín significó algunos cambios. Papayal está ubicado a media hora de Zarumilla: tuvimos que ponernos al día del primer y segundo bimestre, en paralelo a no descuidar el tercer bimestre en curso; viajar todos los días por aquella carretera en el camión de tropa que movilizaba a los hijos de los oficiales del ejército. Fueron otros hábitos. Tuvimos que vestir el buzo celeste de educación física, rotarlo con el típico uniforme, cambiamos de insignia. Fueron quizá los meses más tediosos de mi vida. No le deseo a nadie tener que estudiar tres bimestres al mismo tiempo y dar exámenes de matemática o de historia con todas las fechas y las cifras de golpe.   
            Jamás fui un alumno que se sentara adelante de la clase, mi sitio siempre fue atrás, al fondo desde donde inventaba los apodos que mis compañeros repetían, o desde donde dibujaba a mis profesores para no aburrirme con las a veces innecesarias explicaciones de dos horas. Atrás era el lugar de los guerreros, atrás estábamos los rebeldes, el grupo con el que todo el salón quería lucirse en los recreos. Aquel 1990 fue distinto. La primera semana me di cuenta que si quería aprobar el primero de secundaria necesitaría dejar atrás aquellos hábitos y sentarme adelante. Tuve que transformarme en el muchachito chancón que caminaba con sus libros y cuadernos, el que leía en todas partes. Era eso o no pasar el año. Me ponía al día en los recreos, venía leyendo sobre el camión que nos traía y retornaba escribiendo haciendo equilibrio con los baches de la carretera. Así fue hasta que llegó diciembre.
            Fui el adolescente que no pudo darse el lujo de tener muchos amigos.
         Acabé el primer año sólo habiendo departido con Panta que se sentaba adelante, con Garrido y mi hermana Holenka que, como yo, sólo tuvo a Paola y Patricia como amigas. No tuvimos tiempo.
            Y allí estaba aquella mañana, de la mano de mi madre, nervioso y resignado esperando que anuncien a los primeros puestos para ir por mi libreta de notas. Adelante estaban juntos  todos los alumnos de primer año. Atrás, aún ajenos y extraños, mi hermana Holenka y yo. Una vez que terminó la ceremonia llegó el turno de la entrega de diplomas. Llamaron al tercer puesto en aprovechamiento y conducta, después anunciaron que hubo empate con el segundo puesto, anunciaron el nombre de uno de los que había empatado y cuando me disponía a salir de la Iglesia, herido en mi vanidad; pronunciaron mi nombre. Frente a mi sorpresa y resignación, aquel vertiginoso 1990, empaté el segundo puesto. Mi madre emocionada casi aplaude como doña Florinda a Kiko, menos mal que su emoción la detuvo y fui por ese diploma, el primer cartón que sentí que realmente me había costado.
Contento retorné a mi lugar del fondo, orgulloso y en silencio, a observar quién era el primer puesto. Lo intuí: Panta Quiroga, José. Mi amigo José Panta obtuvo el primer puesto y yo sentí que supe darle pelea a aquellos meses en los que casi pierdo el año. Fue un buen primer puesto, creo que ganamos bien, pero aquella mañana fue también la última vez que les di la mano a mis compañeros del San Agustín.
El año siguiente retornamos a Cañaveral.
Ahora Panta es contador. Vivió en Lima diez años, fue funcionario en el Ministerio de Economía, catedrático de la UNI y asesor de la contraloría. Ha sido Gerente de la Municipalidad de Tumbes y es el virtual candidato a la alcaldía de Zarumilla. Anoche nos reunimos después de 24 años y cruzamos caminando Miraflores y Barranco.
“Ahora ya puedo decir que caminamos juntos”, me dijo.
Coincidimos en política, coincidimos en que la nuestra es la generación del relevo, coincidimos en que tenemos una responsabilidad histórica, coincidimos en que debemos seguir preparándonos para los retos del bicentenario. “De niño quería ser astronauta”, le dije. “Yo todavía quiero”, respondió.

Ahora sabemos que otra fue la altura y el viaje siempre fue nuestro Perú.