Escribe: Harold Alva
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Lo conocí en 1986 en una de sus visitas a
Cascas. Mi padre era policía y mi tío diputado aprista por Cajamarca. Fue mi
primer contacto con la política. Yo tenía ocho años y quedé con el recuerdo de
aquel joven que, a su edad, ya era Presidente Constitucional de la
República. Entonces quise aprender sobre su vida, sobre quiénes fueron sus
maestros, dónde nació, qué estudió. Por él conocí la existencia de Víctor Raúl
Haya de la Torre, a quien leí con la voracidad de la infancia y aprendí a entender durante mi juventud cuando, después de leer las
biografías de Luis Alberto Sánchez y de Felipe Cossío del Pomar, me sumergí en
las lecturas de “Por la emancipación de América latina”, “El antiimperialismo y
el APRA”, “Treinta años de aprismo” y “Mensaje de la Europa nórdica”.
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Posteriormente, en Trujillo, ciudad a la
que llegué para realizar mis estudios universitarios, fue el local del PAP,
ubicado en la cuadra seis del Jr. Pizarro, la primera institución política
donde me presenté con la voluntad de mis dieciséis para abrazar formal y
activamente el credo aprendido durante mi adolescencia. Era diciembre de 1994,
el fujimorismo había hecho del nombre de Alan García Pérez un estigma, una
leyenda negra que se acentuó cuando lo declararon reo contumaz y la prensa
transmitía reportajes dando cuenta de los informes de la comisión que integró Lourdes
Flores Nano, Fernando Olivera, Fausto Alvarado y Pedro Cateriano. Ser aprista
en los noventa era por decir lo menos, sinónimo de inmoral. Ser aprista
significaba ser cómplice de la matanza de los penales, de las coimas del tren
eléctrico y de las cuentas en Gran Caimán.
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Sin García en el Perú, el APRA sufrió una
aplastante derrota en las elecciones de 1995 cuando lanzó como candidata a
Mercedes Cabanillas. Muchos no resistieron el ataque de las hordas fujimoristas
y abandonaron el PAP, otros, como Hernán Garrido Lecca, Javier Velásquez
Quesquén y el propio Javier Valle Riestra, lo acusaron de ser el responsable
del desprestigio partidario.
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Mi generación creció con esa leyenda
negra y mientras eso sucedía en el PAP, una tragedia hizo que mi familia decida
radicar en Lima. En enero del año 2000 me incorporé a las juventudes
independientes que lucharon contra la autocracia fujimorista. En aquellas
luchas conocí a jóvenes liberales, apristas y de izquierda, que aún ahora
continúan consecuentes en sus ideales: Juan Antonio Bazán, Álvaro Vargas Llosa,
Leo Silva, Yomar Meléndez, entre otros. Caído el régimen fujimorista, Valentín
Paniagua convocó a elecciones generales y cuando todos tenían la certeza de que
los actores políticos serían Alejandro Toledo, Luis Castañeda Lossio, Fernando
Olivera y Alberto Andrade; Alan García Pérez retornó al país como candidato
presidencial del Partido Aprista Peruano.
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La convocatoria para el denominado mitin
del reencuentro, fue El 27 de enero del 2001. Motivado más por ver con mis ojos
adultos al ex presidente que conocí cuando tenía ocho años, fui con un grupo de
compañeros de trabajo que se mofaron de mi “enceguecido aprismo”. “Te
acompañaremos para pifiarlo”, me dijeron. Yo no les hice caso. A las ocho de la
noche, logramos ubicarnos frente al estrado. De pronto apareció
García, saludó a Jorge Del Castillo, tomó el pabellón nacional, lo flameó desplazándose de un lugar a otro, y cuando se dirigió a la multitud vi en mis compañeros a siete hipnotizados ciudadanos aplaudiéndolo con la
histeria de quienes estaban frente a un acontecimiento extraordinario.
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Ese año, convencido por el discurso de
refundación y de relevo, retorné a mi antigua militancia. “Jóvenes, tomen el
partido”, repitió Alan. “Basta de política de comité, ha llegado el momento de
abrir las puertas”, fue otra de sus frases. A mis veintidós me uní al equipo de
jóvenes liderados por el entonces treintañero Javier Barreda Jara. Hicimos un
trabajo de campaña singular; recuerdo que pintamos Mafaldas para capturar la
atención de los electores setenteros y ochenteros y en un acto de riesgo y
atrevimiento pintamos a los personajes de Dragon Ball Z, para capturar el voto
joven.
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El trato de García hacia nosotros siempre
fue horizontal. Por respeto, le decíamos “compañero Presidente”, pero él rompía
el hielo contando alguna anécdota. Recuerdo dos hechos: 1. Durante la campaña
hubo un debate con los miembros del equipo de juventudes de Perú Posible en Los
Delfines. Una de las bromas habituales entre los compañeros era imitar la voz
de Alan. Yo estaba imitándolo cuando sentí sobre mi hombro una mano
gigante; como todos reían pensé que era por mi improvisado libreto y
continué, hasta que volteé con la esperanza de que no sea quien pensaba. No
tuve suerte. Efectivamente era Alan. Me quedé en silencio y antes de que le
pida disculpas, Alan sugirió: “continúe”, y empezamos a dialogar, él mofándose
de los defectos de Toledo y yo imitándolo. 2. Una semana después de la campaña
nos reunimos en el local de San Isidro. Recordamos a mi tío Elmo Palacios, ex
diputado por Cajamarca quien lo había recibido en Casagrande con una damajuana
de cachina. “Y a usted, qué poeta le parece más importante”, me preguntó. Yo
sabía que a él le gustaba Chocano y por ir más allá, me remití al fundador del
modernismo. “Rubén Darío”, respondí. García me miró con un gesto inquisitivo:
“¿Qué poema?”, volvió a preguntar y le respondí con la primera estrofa de “Yo
soy aquel que ayer nomás decía”; Alan con su mano pidió que me detenga y
continuó con el poema. Su memoria era impresionante.
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Lo que vino después fue el desencanto con
una forma de hacer política que no entendí. Alan retornó al Perú dispuesto a
recuperar el control del partido que, en sus palabras, lo tenía Del
Castillo; por eso en las internas del 2004 se eligió una secretaría colegiada:
dos secretarios generales: Jorge Del Castillo, Mauricio Mulder y Mercedes
Cabanillas, como jefa de la Dirección Nacional de Política. Alan recuperó el control, pero postergó a los
jóvenes. Nos pidió paciencia. “Juramentaré una secretaría colegiada, postularé
el 2006, ganaré la presidencia y el 2008, en las próximas internas, los jóvenes
estarán a cargo”. No cumplió.
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Yo dejé de activar el 2004.
Desde afuera, fui testigo de cómo ganó las elecciones el 2006 y aunque, más de
una vez, mis antiguos compañeros me invitaron para que participe en el
gobierno, no acepté. Leyendo a Víctor Raúl aprendí a ser coherente y
consecuente, por eso decidí mantenerme al margen, concentrado en otra forma de
hacer política: desde los libros, desde la promoción cultural y fui testigo de
la hora crepuscular del aprismo, con un líder que ya no leía la voluntad
popular, que dejó de interpretarla en un momento cuando el país requería de sus
políticos. El resultado: el copamiento del legislativo por el fujimorismo,
aquel lastre que mi generación combatió desde los noventa y la toma del poder
por la anti política, primero por Ollanta Humala Tasso y después por Pedro
Pablo Kuczynski.
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Pienso que García se equivocó cuando
impidió la renovación de cuadros, cuando se volvió un opositor de su propio
discurso de refundación. Alan prefirió sostener el poder con un entorno con el
que fracasó en la última contienda, donde apenas alcanzó el 5.8% con su
también equívoca alianza electoral. Eso, más las sospechas de corrupción, el
cobro de coimas por sus más cercanos colaboradores y ex funcionarios, la tragedia
en Bagua y la liberación de más de cinco mil acusados por narcotráfico, desconfiguraron
la imagen del político de encendido verbo, con experiencia y autoridad para
gobernar.
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Lo comenté, hace algunos días, en una
reunión con los escritores Marco García Falcón, Sixto Sarmiento y Pedro Pablo
Angulo: Alan elegiría morir antes que ir a la cárcel. García jamás superó el
trauma de la prisión de su padre. Sufrió con esa ausencia los primeros años de
su infancia, por eso le tenía terror, pánico. La cárcel para García era mucho
más que la privación de la libertad, significaba humillación, ofensa, escarnio.
Y él que creció con la historia del padre a quien sus compañeros de prisión
conocieron como “El mudo”, se convirtió en el más grande de nuestros oradores, pero
también en el mayor escapista. Si evitó la prisión por los crímenes que le
imputaron de su primer gobierno, si logró librarse de las acusaciones que le
hicieron por el segundo, él no caería por los señalamientos que tuvieron tras
las rejas a Ollanta Humala, que lograron una orden de captura contra Alejandro
Toledo y la prisión preliminar de Pedro Pablo Kuczynski. Para García la prisión
sería el circo preparado por sus enemigos, por esa izquierda a la que le ganó
en 1985 y por la derecha con la que tuvo que aliarse en el 2006.
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No sé si el suicidio de Alan García Pérez
responda a su respeto por el APRA, lo puntual es que su muerte ha logrado poner
los ojos del mundo sobre un partido donde, si podan ese entorno que lo llevó
al fracaso, es muy probable que el sueño de Víctor Raúl tenga esperanza. Esa
responsabilidad está en la voluntad de sus jóvenes, aquellos a quienes formó y que, en un acto por devolverle el honor, deberían iniciar su lucha por
la reconstrucción.
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Mientras sigo con atención las exequias, no puedo dejar de conmoverme con esa disciplina que tiene a miles de apristas haciendo cola para despedir a
su líder y duele que, aún en esta hora trágica, sus enemigos no respeten estos días de duelo.
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Este es el Perú: un país donde no hemos aprendido a respetar el dolor.
Que el suicidio del ex presidente Alan García Pérez no sea un pretexto para el
regocijo de los odiadores sino un llamado de atención para reflexionar sobre
qué estamos haciendo como ciudadanos frente a un sistema que nos ha
desnaturalizado. Y, aunque terrible, sea también una enseñanza para los
políticos y para quienes aspiran activar políticamente: la hipocresía, el
complot, la traición y la ingratitud, solo tienen desenlaces fatales.
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Alan
fue un político, la muerte fue su última lección.
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