jueves, 18 de abril de 2019

AGP: La última lección

Escribe: Harold Alva
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Lo conocí en 1986 en una de sus visitas a Cascas. Mi padre era policía y mi tío diputado aprista por Cajamarca. Fue mi primer contacto con la política. Yo tenía ocho años y quedé con el recuerdo de aquel joven que, a su edad, ya era Presidente Constitucional de la República. Entonces quise aprender sobre su vida, sobre quiénes fueron sus maestros, dónde nació, qué estudió. Por él conocí la existencia de Víctor Raúl Haya de la Torre, a quien leí con la voracidad de la infancia y aprendí a entender durante mi juventud cuando, después de leer las biografías de Luis Alberto Sánchez y de Felipe Cossío del Pomar, me sumergí en las lecturas de “Por la emancipación de América latina”, “El antiimperialismo y el APRA”, “Treinta años de aprismo” y “Mensaje de la Europa nórdica”.
Posteriormente, en Trujillo, ciudad a la que llegué para realizar mis estudios universitarios, fue el local del PAP, ubicado en la cuadra seis del Jr. Pizarro, la primera institución política donde me presenté con la voluntad de mis dieciséis para abrazar formal y activamente el credo aprendido durante mi adolescencia. Era diciembre de 1994, el fujimorismo había hecho del nombre de Alan García Pérez un estigma, una leyenda negra que se acentuó cuando lo declararon reo contumaz y la prensa transmitía reportajes dando cuenta de los informes de la comisión que integró Lourdes Flores Nano, Fernando Olivera, Fausto Alvarado y Pedro Cateriano. Ser aprista en los noventa era por decir lo menos, sinónimo de inmoral. Ser aprista significaba ser cómplice de la matanza de los penales, de las coimas del tren eléctrico y de las cuentas en Gran Caimán.
Sin García en el Perú, el APRA sufrió una aplastante derrota en las elecciones de 1995 cuando lanzó como candidata a Mercedes Cabanillas. Muchos no resistieron el ataque de las hordas fujimoristas y abandonaron el PAP, otros, como Hernán Garrido Lecca, Javier Velásquez Quesquén y el propio Javier Valle Riestra, lo acusaron de ser el responsable del desprestigio partidario.
Mi generación creció con esa leyenda negra y mientras eso sucedía en el PAP, una tragedia hizo que mi familia decida radicar en Lima. En enero del año 2000 me incorporé a las juventudes independientes que lucharon contra la autocracia fujimorista. En aquellas luchas conocí a jóvenes liberales, apristas y de izquierda, que aún ahora continúan consecuentes en sus ideales: Juan Antonio Bazán, Álvaro Vargas Llosa, Leo Silva, Yomar Meléndez, entre otros. Caído el régimen fujimorista, Valentín Paniagua convocó a elecciones generales y cuando todos tenían la certeza de que los actores políticos serían Alejandro Toledo, Luis Castañeda Lossio, Fernando Olivera y Alberto Andrade; Alan García Pérez retornó al país como candidato presidencial del Partido Aprista Peruano.
La convocatoria para el denominado mitin del reencuentro, fue El 27 de enero del 2001. Motivado más por ver con mis ojos adultos al ex presidente que conocí cuando tenía ocho años, fui con un grupo de compañeros de trabajo que se mofaron de mi “enceguecido aprismo”. “Te acompañaremos para pifiarlo”, me dijeron. Yo no les hice caso. A las ocho de la noche, logramos ubicarnos frente al estrado. De pronto apareció García, saludó a Jorge Del Castillo, tomó el pabellón nacional, lo flameó desplazándose de un lugar a otro, y cuando se dirigió a la multitud vi en mis compañeros a siete hipnotizados ciudadanos aplaudiéndolo con la histeria de quienes estaban frente a un acontecimiento extraordinario. 
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Ese año, convencido por el discurso de refundación y de relevo, retorné a mi antigua militancia. “Jóvenes, tomen el partido”, repitió Alan. “Basta de política de comité, ha llegado el momento de abrir las puertas”, fue otra de sus frases. A mis veintidós me uní al equipo de jóvenes liderados por el entonces treintañero Javier Barreda Jara. Hicimos un trabajo de campaña singular; recuerdo que pintamos Mafaldas para capturar la atención de los electores setenteros y ochenteros y en un acto de riesgo y atrevimiento pintamos a los personajes de Dragon Ball Z, para capturar el voto joven.
El trato de García hacia nosotros siempre fue horizontal. Por respeto, le decíamos “compañero Presidente”, pero él rompía el hielo contando alguna anécdota. Recuerdo dos hechos: 1. Durante la campaña hubo un debate con los miembros del equipo de juventudes de Perú Posible en Los Delfines. Una de las bromas habituales entre los compañeros era imitar la voz de Alan. Yo estaba imitándolo cuando sentí sobre mi hombro una mano gigante; como todos reían pensé que era por mi improvisado libreto y continué, hasta que volteé con la esperanza de que no sea quien pensaba. No tuve suerte. Efectivamente era Alan. Me quedé en silencio y antes de que le pida disculpas, Alan sugirió: “continúe”, y empezamos a dialogar, él mofándose de los defectos de Toledo y yo imitándolo. 2. Una semana después de la campaña nos reunimos en el local de San Isidro. Recordamos a mi tío Elmo Palacios, ex diputado por Cajamarca quien lo había recibido en Casagrande con una damajuana de cachina. “Y a usted, qué poeta le parece más importante”, me preguntó. Yo sabía que a él le gustaba Chocano y por ir más allá, me remití al fundador del modernismo. “Rubén Darío”, respondí. García me miró con un gesto inquisitivo: “¿Qué poema?”, volvió a preguntar y le respondí con la primera estrofa de “Yo soy aquel que ayer nomás decía”; Alan con su mano pidió que me detenga y continuó con el poema. Su memoria era impresionante.  
Lo que vino después fue el desencanto con una forma de hacer política que no entendí. Alan retornó al Perú dispuesto a recuperar el control del partido que, en sus palabras, lo tenía Del Castillo; por eso en las internas del 2004 se eligió una secretaría colegiada: dos secretarios generales: Jorge Del Castillo, Mauricio Mulder y Mercedes Cabanillas, como jefa de la Dirección Nacional de Política. Alan recuperó el control, pero postergó a los jóvenes. Nos pidió paciencia. “Juramentaré una secretaría colegiada, postularé el 2006, ganaré la presidencia y el 2008, en las próximas internas, los jóvenes estarán a cargo”. No cumplió.
Yo dejé de activar el 2004. Desde afuera, fui testigo de cómo ganó las elecciones el 2006 y aunque, más de una vez, mis antiguos compañeros me invitaron para que participe en el gobierno, no acepté. Leyendo a Víctor Raúl aprendí a ser coherente y consecuente, por eso decidí mantenerme al margen, concentrado en otra forma de hacer política: desde los libros, desde la promoción cultural y fui testigo de la hora crepuscular del aprismo, con un líder que ya no leía la voluntad popular, que dejó de interpretarla en un momento cuando el país requería de sus políticos. El resultado: el copamiento del legislativo por el fujimorismo, aquel lastre que mi generación combatió desde los noventa y la toma del poder por la anti política, primero por Ollanta Humala Tasso y después por Pedro Pablo Kuczynski. 
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Pienso que García se equivocó cuando impidió la renovación de cuadros, cuando se volvió un opositor de su propio discurso de refundación. Alan prefirió sostener el poder con un entorno con el que fracasó en la última contienda, donde apenas alcanzó el 5.8% con su también equívoca alianza electoral. Eso, más las sospechas de corrupción, el cobro de coimas por sus más cercanos colaboradores y ex funcionarios, la tragedia en Bagua y la liberación de más de cinco mil acusados por narcotráfico, desconfiguraron la imagen del político de encendido verbo, con experiencia y autoridad para gobernar.
Lo comenté, hace algunos días, en una reunión con los escritores Marco García Falcón, Sixto Sarmiento y Pedro Pablo Angulo: Alan elegiría morir antes que ir a la cárcel. García jamás superó el trauma de la prisión de su padre. Sufrió con esa ausencia los primeros años de su infancia, por eso le tenía terror, pánico. La cárcel para García era mucho más que la privación de la libertad, significaba humillación, ofensa, escarnio. Y él que creció con la historia del padre a quien sus compañeros de prisión conocieron como “El mudo”, se convirtió en el más grande de nuestros oradores, pero también en el mayor escapista. Si evitó la prisión por los crímenes que le imputaron de su primer gobierno, si logró librarse de las acusaciones que le hicieron por el segundo, él no caería por los señalamientos que tuvieron tras las rejas a Ollanta Humala, que lograron una orden de captura contra Alejandro Toledo y la prisión preliminar de Pedro Pablo Kuczynski. Para García la prisión sería el circo preparado por sus enemigos, por esa izquierda a la que le ganó en 1985 y por la derecha con la que tuvo que aliarse en el 2006.
No sé si el suicidio de Alan García Pérez responda a su respeto por el APRA, lo puntual es que su muerte ha logrado poner los ojos del mundo sobre un partido donde, si podan ese entorno que lo llevó al fracaso, es muy probable que el sueño de Víctor Raúl tenga esperanza. Esa responsabilidad está en la voluntad de sus jóvenes, aquellos a quienes formó y que, en un acto por devolverle el honor, deberían iniciar su lucha por la reconstrucción.
Mientras sigo con atención las exequias, no puedo dejar de conmoverme con esa disciplina que tiene a miles de apristas haciendo cola para despedir a su líder y duele que, aún en esta hora trágica, sus enemigos no respeten estos días de duelo.
Este es el Perú: un país donde no hemos aprendido a respetar el dolor. Que el suicidio del ex presidente Alan García Pérez no sea un pretexto para el regocijo de los odiadores sino un llamado de atención para reflexionar sobre qué estamos haciendo como ciudadanos frente a un sistema que nos ha desnaturalizado. Y, aunque terrible, sea también una enseñanza para los políticos y para quienes aspiran activar políticamente: la hipocresía, el complot, la traición y la ingratitud, solo tienen desenlaces fatales.  
Alan fue un político, la muerte fue su última lección.