Cuando Arthur Rimbaud
publicó “Una temporada en el infierno” a sus 19 años, pocos imaginaron que con
ese libro la literatura mundial asistía a una de sus cimas. Nos sucedió a
nosotros cuando a inicios del novecientos un delgado joven barranquino publicó una
extraña obra: “La casa de cartón”, a la que escritores consagrados como José
Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez le dedicaron acertados textos
laudatorios y le sucedió a Trujillo cuando, después de décadas, un inquieto
adolescente, Lizardo Cruzado (se autoproclamó padre del “realismo chistoso”),
publicó “Este es mi cuerpo”, un poemario irreverente que marcó un hito en la
poesía trujillana. Posteriormente o no volvieron a publicar o publicaron obras
de diferente calibre. El riesgo, la aventura de decir sin restricciones, la
belleza de lo espontáneo, nos demostraron que para escribir no se necesitan
demasiados años; Andrés Caicedo, el colombiano, fue más radical. Escribo esto
ahora que he culminado de leer “El Heliogábalo”, ópera prima del novísimo Esteban
Vega Landa quien edificó Ciudad Central, un espacio intemporal para que sus
personajes se desaten con las características de quienes sobreviven un mundo
apocalíptico como símil de esta democracia, de esta república que asimilamos
con la conformidad de quien es consciente de las limitaciones de una raza que
involuciona con la convicción del suicida que sabe que más allá del precipicio
está la nada, y persiste. Esteban Vega Landa ha tejido una estructura del
desastre que pasa por la destrucción psicológica de sus personajes (Antonio,
Edward, Ludovico, Apaza), hasta entregarnos un documento que calza bien con la
personalidad del Heliogábalo imperial que sucumbió a las bajas pasiones que
terminaron por complotar su asesinato. Pienso en Vega Landa y no puedo dejar de
asociarlo con aquellos referentes que no escribieron obras para el
entretenimiento sino para recordarnos que la literatura vence cuando es
visceral, cruda y contundente.