Con soberbia leo a algunos poetas -de la llamada promoción post 2000- referirse a la década del noventa como si se tratara de una época donde la poesía fue anoréxica. Critican que no les haya dejado algún poeta que les sirva como referente y se jactan que gracias a ellos el poema recuperó su vigor (como si lo hubiese perdido). No sé si lo dicen por inmadurez o porque todavía no han sido capaces de escribir algo superior a lo que sí escribió esa generación que nació -en su mayoría- durante la dictadura de Velasco, padeció la incipiente democracia de los ochenta, resistió la autocracia fujimorista y sobrevive aún al desencanto y la decepción de este sistema vilipendiado por los Toledo, los García y los Ollanta. Esa generación le dio al proceso de nuestra literatura libros emblemáticos como “Zona Dark” (Montserrat Álvarez), “Las quebradas experiencias” (Xavier Echarri), “Itinerario del alado sin cielo” (David Novoa), “Elogio a la nada” (Tomás Ruiz), “Este es mi cuerpo” (Lizardo cruzado), “El libro de las señales” (José Carlos Yrigoyen), “Lima o el largo camino de la desesperación” (Carlos Oliva), “La virgen negra” (Johnny Barbieri), “Libro del sol” (Josémari Recalde), “De este reino” (Victoria Guerrero), “Sinfonía del kaos” (Rodolfo Ybarra), “Bajo el cielo de Satán” (Enrique Hulerig), “Casa de familia” (Selenco Vega), “Vestigios” (Miguel Ildefonso), “Abajo sobre el cielo” (Roxana Crisólogo), “Alveron o toda el agua de la noche” (Manuel Medina Velázquez), “Ritual de los prójimos” (Renato Cisneros), “En los sótanos del crepúsculo” (Héctor Ñaupari), “Reclamo a la poesía” (Rafael Espinoza), “Por la identidad de las imágenes” (Leoncio Luque Cotta) y “Pista de baile” (Martín Rodríguez Gaona), por sólo citar algunos. La tarea pendiente es escribir sobre esa generación que no sólo tiene sus mártires sino que continúa afirmándose como una de las más consistentes, de pie, escribiendo.
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(Publicado en el diario Expreso el jueves 22 de octubre de 2015)