Acabo de recibir los
ejemplares de “La hoguera desencadenada”, la antología del Movimiento Cultural
Neón que preparé con Héctor Ñaupari. Es extraño tener entre las manos veinticinco años de
historia, veinticinco años en los que aprendimos a resistir y a persistir en un
escenario adverso a quienes decidimos entregarle nuestra vida a la poesía. Leo
la antología, pienso en Carlos Oliva y los violentos años de la década del
noventa, lo imagino esperando a Zelada en alguno de los cafés en
las inmediaciones de San Marcos, proyecto a Juan Vega al centro de un grupo de
jóvenes en el jirón Quilca hablando de estética, de Barthes; recuerdo a Miguel
Ángel Guzmán caminando por la avenida Brasil repitiendo en voz alta los poemas
de Ojeda y de Churata, y de pronto la oscuridad en forma de vehículo, la
oscuridad con precisión de infarto, la oscuridad en la noche irremediable de
Lima clavándose en la juventud de estos poetas, la muerte con su carcajada de
espanto arrebatándoles el aire. La muerte y su maléfica actitud hurgando en la
avenida Tacna, en la Plaza San Martín, de pie frente a los monumentos como
quien le pregunta al silencio de qué sirvió cerrarles los ojos. Yo la miro de
este lado del ordenador y le digo que no le sirvió de nada. No le sirvió de
nada porque hoy Neón ha vuelto, porque hoy Oliva, Vega y Guzmán han vuelto. Yo
la miro y le digo que fue en vano ese rapto material porque hoy cumplimos 25
años y aquí estamos rodeados por quienes no claudicaron, por quienes se
mantuvieron firmes izando la bandera de ese poema que nos cruzó a todos con la
perdurable sensación de la unidad, de la refundación de las propuestas para
retar a este siglo que no deja aún de sorprendernos.