El escritor de verdad vive para su obra, en su
radio de acción no hay lugar sino para fabular, para construir los argumentos
que le darán consistencia. No se mide con nadie, no está pendiente de las
reseñas periodísticas, no anda solicitando entrevistas. El escritor de verdad
compite consigo mismo, su lucha es contra sus fantasmas, contra la
inestabilidad del lenguaje, porque sabe que la vida es demasiado corta como
para distraerse con la estupidez de la moda. El escritor de verdad no busca
ponerse “de moda”, no está pendiente de cuántos “likes” consigue su estado de
Facebook. Su tiempo lo dedica a leer, a construir sus historias, a corregirlas
y en ese ejercicio aprende a destruirse porque sabe que sólo destruyéndose
alcanzará la perfección, el remate lírico, el final sorprendente. Y retorna al
reto de su pantalla como quien acepta una pelea. El escritor de verdad sale a
la calle, se contamina con el esmog de la vía expresa, se detiene sobre los
puentes y observa los edificios, la velocidad de los autos, el vuelo de
aquellos pájaros que lo observan con misericordia. El escritor de verdad no
está a la caza del reconocimiento ni anda pidiendo que lo incluyan en
antologías, al escritor de verdad no le importan las antologías, no está
pendiente de seminarios o conferencias, no solicita que lo pongan como crítico
en las presentaciones, no anda buscando presentaciones. El escritor de verdad
no se hace propaganda, no busca organizarse en argollas o capillas porque
hacerlo significa inseguridad, pánico a que nadie lo tome en cuenta, al escritor
de verdad no le interesa que lo tomen en cuenta. El escritor de verdad es un
bello salvaje que se entrega a lo que ama sin proyección ni cálculo, el resto
son las credenciales para alcanzar el olvido.