Le enseñaron a caminar en la oscuridad, su madre le vendaba
los ojos y así lo hizo conocer la casa paterna, me contó Hugo García Savatecci,
el filósofo, acaso uno de los intelectuales que estuvo más cerca del maestro.
Tenía un gran sentido de la reacción –continuó-, una mañana salíamos del
Legislativo y me preguntó quién se acercaba, a Luis Alberto le gustaba ser él
quien saludase primero, pero era obvio que su ceguera no se lo permitía,
entonces preguntaba; se acerca su sobrino Javier Diez Canseco, le dije. Muy bien,
respondió. “Hola Javier”, le dijo. “Hola tío, cómo la ves”, respondió el
parlamentario jugándole una broma. “Bien, bien, y tú cómo andas”, replicó LAS,
Diez Canseco sólo sonrió ante los reflejos del viejo y continuó. Otro día,
prosiguió García Salvatecci, se fue la luz durante un pleno, los legisladores
confundidos intentaban salir, tropezándose. “Orden en la sala”, “orden en la
sala”, repitió LAS, “Quien quiera salir, sígame”, hicieron una cadena de brazos
y salieron gracias a la destreza que desarrolló desde su niñez, pero a Luis
Alberto Sánchez no le gustaba poner en evidencia su ceguera y cuando
pronunciaba sus discursos, se ponía al frente, sacaba su portafolio, lo ponía
sobre el púlpito, lo abría y pronunciaba el discurso como quien lo estuviese leyendo,
era un orador impecable. Cuenta la leyenda que el rey Juan Carlos le pidió a
uno de sus secretarios que le pregunté sobre su técnica, el hombre se acercó a
Sánchez, lo observó de cerca y, sorprendido, regresó al lado del rey: “su
técnica es poner las hojas al revés”, le confesó al rey. En otra ocasión,
durante un acalorado debate, un senador del PPC lo insultó: “es usted un
cornudo”, profirió. LAS, tranquilo, frunció el ceño y agregó: “en el lejano
caso que tenga razón, lo mío se cura cambiando de mujer, sin embargo, usted no
podrá cambiar nunca de madre”.