Roger Santiváñez es el único escritor que ha sido protagonista
de lo acontecido durante los últimos cuarenta años de poesía. Su inicio en
Piura, su posterior arribo a Lima, la urbe salvaje, la bestia a la que se
enfrentó con los Hora Zero, con La Sagrada Familia, con el rock subterráneo que
dinamitó la ciudad a inicios de los ochenta, con Kloaca, el movimiento que
fundó con Domingo de Ramos en el que participó Mariela Dreyfus, Polanco, y
otros intensos artistas que marcaron la década, sobrevivió a los noventa, a los
lumpenescos noventa. Una de sus acciones de rechazo al sistema fue detenerse al
centro de la Plaza San Martín para cortarse las manos sujetando la bandera.
Vivió en los sótanos de la perdición, en la selva agreste de los alucinógenos,
de la decadencia como contrasentido de afirmación a los que cruzó como un
balido aferrándose a la noche, aferrándose a ese amor que acaso lo detuvo para
que no siga exponiendo la vida. Y escribió, escribió siempre: “Antes de la
muerte” (1979), “Homenaje para iniciados” (1984), “El chico que se declaraba
con la mirada” (1988), “Symbol” (1991), “Cor Cordium” (1995), “Santa María”
(2001), son una serie de documentos que lo confirman como uno de nuestros
poetas de mayor proyección y trayectoria. Pero Santiváñez necesitó más y
experimentó con la narrativa, publicó “El corazón zanahoria”, un texto sobre
sus primeros años en un barrio del norte y “Santísima trinidad”, nouvelle donde
el descubrimiento de la sexualidad es un pretexto para retornarnos a la urbe y
a su pasión por escribir sobre los tejados, sobre las sucias ventanas de las
zonas marginales donde no se admite otra sombra que no sea el reflejo de la
violencia, su insípida ternura, y la memoria, su memoria como la victoria de un
sobreviviente.