Cuando era niño solía observar el perfil de mi padre, cada vez que cerraba los ojos para interpretar alguna ranchera. Él sobre el mueble grande de la sala, con su pierna cruzada, entonando melodioso los falsetes, fue con ese gesto que se convirtió en el héroe que jamás llegaré a ser. Mi madre lo escuchaba de pie en el umbral de la puerta, lo imaginaba frente a un coliseo cantándole a miles de fanáticos que agitaban carteles con su nombre. Cuando terminaba la canción, mi padre abría los ojos y me observaba colocando su mano sobre mi cabeza, despeinándome, como quien intenta adivinar qué sería de su hijo cuando crezca. Yo lo miraba y quería tener sus ojos, me alucinaba con sus bigotes y su uniforme ordenando el izamiento de la bandera en algún destacamento. Ahora tengo treinta años, mi padre sigue siendo el héroe que intentaba imitar cuando era chico, este mes cumplirá 71. Su voz se ha apagado completamente y en sus ojos cada noche me reencuentro con el vigor de un hombre que no sucumbe frente al cáncer que lo ataca, en su frente los surcos cruzan como latigazos sin nombre, su pelo blanco me recuerda a los profetas. Se sienta sobre el mueble de la sala y yo observo como hace años su perfil, su boca ahora está cerrada pero yo escucho que interpreta con el mismo vigor de hace veinte años sus canciones y, en la casa, las paredes son ese coliseo que cobija a los fanáticos que agitan carteles con su nombre. Mi madre se acerca, le acaricia el pelo y mi padre me mira mientras posa su mano sobre mi cabeza y yo siento que vuelvo a tener diez años y sé que jamás seré un héroe, no por la ausencia de los hijos sino porque con él mueren mis héroes. Con él se van todos mis héroes.