miércoles, 30 de junio de 2010

DIARIO DE UN ASESINO EN EL JURÁSICO, cuento de Jorge Enrique Lage.

Cumplo con lo prometido. Jorge Enrique Lage (La Habana, 1979) tiene varios libros de cuentos publicados, Jorge nos confió su novela CARBONO 14, un texto que estoy seguro estremecerá a más de uno. Con él, pese a lo complicado de la comunicación con Cuba hemos estado en permamente contacto. Jorge Enrique fue el tercer escritor que fichamos para esta nueva colección por la que guardamos mucha expectativa. Particularmente me entusiasma porque conozco a escritores cubanos de muy buena factura, uno de ellos es el poeta y ensayista Pepe Sánchez a quien espero pronto publicarle su ensayo sobre los poetas, he leído la obra de Fernández Retamar gracias a mi buen amigo Arturo Corcuera (el 2004 le editamos Parajuegos) y he crecido leyendo a Cabrera Infante. Sin más preámbulos, un cuento de Jorge Enrique. Están servidos.
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DIARIO DE UN ASESINO EN EL JURÁSICO

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En la esquina de Línea y Paseo encontré un brontosaurio.
Muerto.
(género Apatosaurus orden Saurisquios cadera de reptil suborden Saurópodos)
Parecía una montaña de estiércol verde.
Unos niños jugaban sobre el estiércol y a ratos parecían niños verdes.
Les pregunté si alguno de ellos lo había matado.
—Nosotros lo encontramos muerto.
—Nosotros no somos asesinos.
—Nosotros todavía no sabemos matar a nadie.
—16 de septiembre. Hoy es el cumpleaños de…
El que dijo eso último estaba leyendo un notebook tapa dura con Kenny McCormick en la tapa.
Él mismo era un Kenny sin capucha, horriblemente despeinado, todo cubierto de sangre y lodos viscosos.
—¿Eso es tuyo? —le pregunté.
—Sí. Me lo acabo de encontrar en el estómago del brontosaurio.
Ah, mira hasta dónde eres capaz de ir y de dónde eres capaz de salir para contarlo. Vas a ser grande cuando seas grande, pensé. O vas a ponerte a escribir.
—Te lo cambio —le dije.
—Un dólar —propuso.
Yo le propuse que mejor un caramelo de menta: también son verdes.
Kenny estuvo de acuerdo. Cerramos el negocio y yo me fui. Punto final.
Aquí es donde empieza esto.
Abrí el cuaderno.
Era un diario.

16 de septiembre

Hoy es el cumpleaños de alguien que conocí pero no conocí, alguien que una vez me dijo: «Utiliza todo lo que tengas». Nunca supe qué quiso decirme, pero sospecho alguna relación con la serie que voy a empezar hoy. Un desarrollo de ideas destinado sin remedio al titular y la leyenda. Lo haré para mí y para ellas y, de cierta forma, creo, también para él. Felicidades.
¿Se imaginará qué es todo lo que tengo, lo único que tengo?
Sí, voy a empezar con J. Acabo de decidirlo. No porque sea una puta: todas lo son. Voy a empezar con J porque es la manera más perversa y más heavy (la única manera) de empezar por el principio. Y él, dondequiera que esté, sabe de lo que hablo. Es escritor.

Fui a buscar una casa de dos plantas con cerca y jardín.
Continente Nuevo Vedado.
Las malezas cubriéndolo todo.
Formas pequeñas de tipo roedor atravesando la maleza.

La puerta de la casa de J estaba abierta. Entré. Puse el televisor a mitad de un videoclip de Evanescence. Subí el volumen y las escaleras y la encontré sobre la sábana roja.
Muy desnuda y muy pálida, una muñeca gótica estilo Amy Lee. Nada te costaba imaginarla con un martillo neumático en las manos, destrozando el suelo bajo tus pies sin alterarse el maquillaje.
Me miró. No parecía sorprendida.
Breathe into me and make me real
Bring me to life
—¿Y quién eres tú? —pestañeó.
—Uno que llega demasiado tarde.
La sangre ya se había secado en la sábana y en la piel.
Lo sé porque me acerqué a tocarla. Ella se dejó tocar.
Now that I know what I'm without
you can't just leave me
Dijo: Te pareces mucho a alguien que quise como una loca.
Dijo: ¿De dónde eres?, y yo no supe a qué dónde se refería.
(tiempo, planeta, continente, ficción, verdad, pesadilla)
Ella, la voz cada vez más suave, precisó: De qué continente.
Acaso porque era la única opción que nos evitaba problemas.
—No estoy seguro de que tú y yo usemos los mismos mapas —le dije, y me senté a su lado, y pensé: Ahora le muestro el diario y le explico que hay otras como ella, por supuesto, que no es la única, por suerte, que ha sido el principio pero no es el fin.
Y chao. Hasta no sé cuándo, preciosa. Hasta no sé dónde.
Pero lo que hice fue quedarme en silencio, aniquilado, mirándola y mirando las paredes cargadas de gráfica siniestra (probablemente japonesa) y mirando por la ventana unas formas pequeñas de tipo roedor sobre las ramas de un árbol.
—Mamíferos primitivos —dijo ella.
—Mamíferos primitivos —repetí yo.

1 de octubre

Cuando dejé la casa de K (si se puede llamar así una estructura de troncos sobre las ramas de un árbol) me puse a caminar esas calles que todavía me guardan buenos recuerdos. Entré al cine Mónaco, que ahora es una sala triple X, y vi un hardcore medio humorístico, con Sheila Roche. Sin comentarios. Pero es saludable, de vez en cuando, una dosis de algo que esté lejos del perfecto cine equivocado, todas aquellas películas con clima de invernadero.
(Suite Habana pudiera ser la excepción.)
El clima de infierno de esta ciudad seguramente se parece al de la Tierra hace un montón de años, digamos 145 millones. Es un clima tan cálido y tan húmedo que enloquece. Tan cálido y tan húmedo como los cuerpos de ellas. Sus cuerpos prehistóricos. Los cuerpos en una post-historia. La locura.

Desde allá arriba podían verse todas las azoteas de un barrio llamado La Víbora.
Podían verse los grandes hoteles, los hoteles que tienen casinos, los hoteles en cuyas azoteas se posan los helicópteros.
Y además de helicópteros, podías ver volar los pterodáctilos.
(o pterosaurios: 11-12 metros envergadura de alas: los animales voladores más grandes que te hayas creído)
Incluso, si no tenías nada en qué creer, podías contemplar las luces de la torre de la Plaza de la Revolución.
—Creo que voy a bajar de aquí —dijo K—. Ya nada de esto tiene sentido.
Yo había estado (casi todo el tiempo) sentado junto a un cajón de madera (casi todo era de madera) mirando postales: Buenos Aires, París, Hong-Kong. Jugadas de admiración, propuestas de matrimonio, confesiones de cualquier tipo y en cualquier idioma. Seattle, Hiroshima, Estambul: distintas caligrafías desde distintas ciudades del mundo.
Aunque, por otra parte, ninguna de esas ciudades existe todavía.
—Pues déjame decirte que te pareces mucho a él —fue el único comentario de K luego de un rato sumergida en las barbaridades literarias del diario—. Físicamente, quiero decir.
Ahora estaba parada entre las ramas de la puerta, anunciándose a sí misma que iba a bajar.
Me daba la espalda y su bata transparente me permitía ver la espalda limpia de sangre, me permitía imaginar su cuerpo sin todas esas puñaladas que recién había visto en el abdomen y los senos.
Así: las bellas puñaladas.
Los senos imperdonables.
—Déjame bajar yo primero —le pedí, y ella dijo:
—Deberías probar estar un rato tú solo en estas alturas.
Yo no quise probarlo. Por si acaso.
Ella esperó. Quizás bajó detrás de mí.
Quizás ella tenía razón y ya nada tenía sentido.

De acuerdo: entonces lo anterior tampoco tiene sentido.
Ni siquiera una intención, pueden estar seguros, en esta imagen de una cabaña de troncos que una muchacha se ha construido en la copa de un árbol, contra todo el mundo, casi al principio del mundo.

13 de octubre

Hoy anduve por los puentes, por las bocas de los túneles, me entretuve en esos ambientes que fabrica el Almendares y decidí dejar a L para mañana. Hay lugares así, de donde no quisieras moverte, donde la ciudad te promete algo que después no cumple, pero basta con la promesa. Yo tengo un mapa de esos lugares.
En general, es importante tener siempre un mapa. O más de uno.
Mañana, buscar a L del otro lado del río, quinta avenida adentro. Ojalá no se interprete mal lo que voy a hacer, no quiero crear un problema diplomático. De todas formas, sé que siempe me perseguirán las interpretaciones erróneas, las malas lecturas. Tengo miedo a que alguien que no sepa leer encuentre un día estos fragmentos.

L es extranjera.
Yo también, pero ella lo es en el sentido inmediato de la palabra.
Incluso, para mayor claridad, vive en una embajada en Miramar.
Es decir, vivía.
Es decir, la embajada de un país que se inaugurará dentro de unos cuantos millones de años. Como los Estados Unidos de América.

—Tenemos un amigo común —le dije al intercomunicador de la entrada y, una vez adentro, ella me dijo:
—Cuando te vi de lejos pensé que eras él. Pensé que volvía, como dice el dicho, al lugar del crimen.
Entonces me pregunté qué estaba haciendo yo en un lugar del crimen.
Por qué ése lugar y los otros me resultaban tan obsesivamente familiares.
—Tú te pareces... Tú eres igual que él, pero no eres igual que él, ¿verdad?
—No sé —respondí—. Lo conocí, pero no lo conocí. ¿Cómo era?
—Un chico malo. Un adolescente de 25 años. Uno de esos tipos solitarios que una ama precisamente porque sabe que son peligrosos e incapaces de amar de vuelta.
Ah, yo no le dije cuánto me hubiera gustado encajar en esa descripción.
Le quité el diario de las manos y la besé. Labios fríos. Me haló hacia una mesa encristalada, papeles y bolígrafos y otras basuras de oficina cayeron al suelo mientras nos desnudábamos con torpeza, sus muslos tan fríos y tan húmedos, todo ese cuerpo bajo cero, por supuesto que no pude. Debo haber metido la lengua en todos sus agujeros, especialmente los agujeros abiertos por la hoja del cuchillo, pero al final no pude. Ella me pidió que dejáramos de jugar, estaba harta de juegos.
Yo también.
Y de muchas otras cosas.
L se levantó del cristal, y bajo el cristal de la mesa vi un mapa de la Tierra, y la Tierra tenía dos supercontinentes, al sur y al norte, divididos por una franja de mar cuya parte occidental quedaba por la zona del Mediterráneo.
L se acomodó la ropa y volvió a la lectura. Yo sentí que algo me hacía presión en el pie y de pronto me vi en el suelo, acariciando a una estegobebé.
Bebé de estegosaurio.
(lugar común la silueta blindada con placas y púas, muy poco comunes los fósiles)
—Mi mascota —dijo ella—. Su nombre es Daína Chaviano.

29 de octubre

Por extaño que parezca, escribo esto en un notebook medio infantil que tiene un personaje de South Park en la cubierta. Regalo de M, que me dijo: «Escribir es una terapia». Esta mañana, mientras removía la hoja del cuchillo dentro de alguno de sus órganos, le dije al oído: «Es la peor de las terapias», y ella me miró sin decir nada (bueno, yo le estaba tapando la boca) y murió así, con los ojos abiertos, unos instantes después.
A las cuatro las dejé con los ojos abiertos. Estoy seguro de eso.
Ahora esas miradas últimas me siguen a todas partes, desde los McDonald’s hasta las estaciones del metro, brillan en las luces de neón. Como si la ciudad pensara, a través de ellas y al igual que ellas, que algo no funciona bien en mi cabeza. Sé que es el resultado de llevar al límite cierta ironía, otra sustancia, nuevos movimientos. La característica principal de esta ciudad es el rechazo.

Caminé casi todo Malecón. En el mar, a lo lejos, se asomó un plesiosaurio.
(los hay de cuello largo y cabeza pequeña y los hay de cuello corto y cabeza grande)
Llegué al edificio. El elevador no quiso llevarme pero de todas formas no tuve que subir tanto, no hasta el apartamento de M.
La encontré sentada en las escaleras.
Escaleras al seudocielo de Centro Habana.
Oscuridad. Una linterna. Me cubrí con Kenny para que no iluminara mi rostro.
—Yo conozco ese cuaderno —dijo.
Le pedí que apagara la luz y recité una introducción.
Ella no quiso ni mirar el diario. Le resumí algunas escenas.
—Así que soy la cuarta... ¿y la última?
—Disculpa, pero eso no voy a decírtelo.
Ocupé un espacio en los escalones. No nos podíamos ver las caras pero yo sí podía sentir su olor a barbie con sueños de actriz.
Sueños cumplidos, me dijo. Su nombre iba a ser citado cuando se hablara del cine que nos sacó del letargo.
—Acabo de hacer una película con Terence Piard.
—Está muerto —observé.
—Yo también. No importa. De todas formas es la mejor película que se ha hecho en este país.
Su olor a top girl pelirroja. El pelo recién lavado. La sangre diluida.
—¿En qué piensa una mujer cuando piensa que ya nada ni nadie le puede hacer daño?
Todavía no sé de dónde saqué esa pregunta. M no respondió. La luz de la linterna inundó mi rostro. Cerré los ojos y de alguna forma llegó a mí, de su cuerpo al mío, todo el estremecimiento físico. Pude sentirlo.
—¿En qué piensa un serial killer cuando piensa que lo ha ido dejando todo atrás?
Yo tampoco respondí. Pasó mucho tiempo en pocos segundos y después fue la oscuridad de nuevo y el sonido de sus pasos escaleras arriba y después otra vez el silencio.

Salí a la calle.
Llovizna Malecón.
Por cuarta vez consecutiva tuve la sensación de que todo había sido demasiado corto, demasiado tarde, demasiado nada.
Y me dije: demasiado corto, demasiado tarde, demasiado nada.

7 de noviembre

Casi 8 porque es casi medianoche. Tengo las manos vacías y no tengo sueño. Hace unas horas arrojé el cuchillo al mar tan lejos como pude. Es decir: muchas millas. Ahora debe estar en un fondo sin peces lindos, en compañía de los galeones, las balsas y los submarinos nucleares.
Por cierto, era un cuchillo japonés. Ignoro las implicaciones.
Está claro que no me voy a detener ahora. He pensado en una nueva serie, sin puñaladas. Otro estilo, otro diario. Llega un momento en que te das cuenta que tienes más cosas para utilizar, más de las que tú creías, y quieres utilizarlas sin demora. Creo que ya sólo encontraré el final si me sucede algo imposible, como morir de frío en La Habana. Como ser devorado por un dinosaurio.

Un motivo circular, pensé cuando vi de nuevo la pandilla de niños.
Las estructuras te persiguen aunque tú quieras convertirlas en ruinas.
Ahora estaban jugando entre las ruinas del Morro y, a ratos, ellos mismos parecían pequeñas ruinas.
No vi a Kenny McKormick con ellos. Supuse que ya había crecido y era semejante a un dios.
Un dios con capucha naranja y autógrafos en inglés.
Es cierto lo que dicen: Every generation has a legend.
Me puse a pensar en todo lo que me separaba de esos niños.
Tengo 25 años. Tengo memoria. Tengo desesperanza y desescritura.
Nada más. Fui hasta los arrecifes y lancé el diario al mar tan lejos como pude.
Un plesiosaurio de cuello largo y cabeza pequeña lo siguió con la vista, lo atrapó con la boca, se lo tragó. Punto final.
Aquí es donde termina esto.
¿Alguna otra cosa que decir?

A propósito, no es cierto lo otro que dicen: la ciudad de la que hablo, el lugar de los lugares del crimen, no es un artificioso paraíso de reptiles.
Por ejemplo: no encontrarán en ella un sólo T-rex.
Tampoco velocirraptores.
Nada de eso.
No estamos en el Cretácico.

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Jorge Enrique Lage (La Habana, Cuba, 1979). Licenciado en Bioquímica. Narrador. Especialista del Centro de formación literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Jefe de redacción de la revista de narrativa El Cuentero. Ha publicado tres libros de cuentos: Yo fui un adolescente ladrón de tumbas (Editorial Extramuros, La Habana, 2004), Fragmentos encontrados en La Rampa (Casa Editora Abril, La Habana, 2004) y Los ojos de fuego verde (Casa Editora Abril, La Habana, 2005) y El color de la sangre diluida (2008). Cuentos suyos han aparecido en varias antologías y revistas cubanas.

martes, 29 de junio de 2010

CARACAS, cuento de Oliverio Coelho

El 12 de julio de este año empieza la I GIRA DE NOVELISTAS LATINOAMERICANOS, sin duda será una experiencia extraordinaria para el equipo de Altazor y esperamos que también para los narradores que no solo visitarán Lima, sino que conocerán una docena de ciudades del interior del Perú, donde participarán en conversatorios, presentaciones de sus libros y conferencias sobre literatura latinoamericana. Es inusual escribo porque lo normal es escuchar giras de músicos, de cantantes, no de escritores, definitivamente algo de locura hay en todo esto, quizá una anormalidad en la conducta de Willy, o de Oliverio, o de Claudia, o de Juan, o de Miguel Antonio, o de Pedro, o de Jorge Enrique, o de Ernesto, o mía; en el caso de Willy y yo, quizá nos jodió la poesía, esa poesía que hizo que le confesáramos a Oscar Saavedra (Chile, 1977) sobre nuestras intenciones de organizar (inspirados en el viaje al norte con algunos escritores peruanos, inspirados en los viajes hacia Ayacucho o hacia Trujillo, o en el país imaginario) una gira con novelistas jóvenes de América Latina; entonces Oscar lanza un nombre: "Claudia Apablaza", "deberían leer a Claudia Apablaza", nosotros obedientes nos informamos sobre la escritura de Claudia Apablaza, y en efecto debíamos no solo leerla sino incluirla en nuestra gira si pretendíamos hacer un evento de calidad, una vez en contacto con Claudia, a sabiendas de su conocimiento de lo que acontece literariamente en nuestra aldea, le pedí sugerencias sobre a quiénes consideraba debíamos invitar a nuestra gira; Claudia me dio dos nombres: Jorge Enrique Lage y Oliverio Coelho. De nuevo, previa búsqueda sobre sus obras, nos pusimos en contacto con ambos, ahora tanto Oliverio como Jorge Enrique vienen a Perú como parte de la selección que estoy seguro convocará no solo a iniciados en las artes literarias. Eso me entusiasma. Pero como no me gusta entusiasmarme solo y quiero que conozcan un adelanto de la calidad escritural de nuestros novelistas, iré posteando todos los días un cuento de los convocados para que conozcan sobre su potencia. Y como soy un tipo conservador en su orden, empezaré alfabéticamente. Lo que significa que empezaremos con Argentina y Oliverio Coelho. Disfruténlo.
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CARACAS
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Cuando alzó la mirada para tantear su cara, ella ya se había apartado para observar uno de los tantos cuadros de la exposición. Tenía el perfil sugestivo de una bailarina, hombros altos y relucientes, una espalda que se reforzaba y se angostaba marcadamente a la altura de la cintura. Tursi pensó que esa piel tostada poseía el tono exacto, un color condensado que se emparentaba con las exigencias de su deseo. Además la ropa ligera –un pantalón de lino y una musculosa– ponían en evidencia, según supo indagar, el atributo más revelador: ella no usaba bombacha ni corpiño.

La mujer fue alejándose hacia otros cuadros y Tursi pensó que ella, con esos hombros ligeros y esa piel suntuosa, era la excusa que hacía tiempo necesitaba para volver a creer en búsquedas sentimentales que en otra época habían acentuado su indigencia en vez de aliviarla. Aún no se había alejado y podía abordarla. En la larga mirada que ella le había dirigido unos minutos atrás estaba propuesto todo. Los grandes hombres, se dijo, son grandes porque no dudan ante nimiedades.

Dio unos pasos hacia ella con la mano en el mentón mientras simulaba observar algunos cuadros. Se detuvo, sospechó que quizás ella lo hubiera mirado intrigada por esas facciones algo esquivas y arrebatadas que había heredado de sus abuelos napolitanos. Raro y prometedor: nunca se había creído tan indigno de una mirada como ahora. Le sorprendió no haber advertido antes que una cámara fotográfica, de tamaño considerable, colgaba del cuello de ella con una oportuna correa que marcaba contra la musculosa la superficie de los pezones. La miró caminar de espaldas, despacio, dominante. Las sandalias ínfimas mostraban sus pies alargados. Apretó los párpados y la imaginó caminado hacia él, desnuda y en sandalias, en un albergue transitorio.

Ella ya no estaba en la sala. Tursi se desplazó despacio, como si la intuyera escondida en algún rincón. Los cuadros parecían amplificar su soledad descubierta. Se desprendió el impermeable, emparejó el cuello de la camisa, se calzó en la cintura el pantalón que por el uso y la mala alimentación ahora le quedaba dos talles grande, y repasó sin interés las abstracciones que tenía enfrente. Meneó la cabeza sin poder recordar cómo había llegado al Museo Nacional de Bellas Artes. Había estado en un café cercano arreglando un préstamo, luego había cruzado plaza Francia, sofocado, observando entre la niebla brillante del verano las piernas de las mujercitas tiranizadas que corrían hacia sus oficinas o hacia los brazos de amantes impotentes; había cruzado la avenida Libertador sin saber por qué, y con el aire parco y empañado que le daba el alcohol, había subido unos escalones hasta la puerta del museo. Lo que había ocurrido después pertenecía al presente.

La mujer volvió a pasar enfrente, está vez sin mirarlo, buscando la salida con un poco de urgencia. El hecho de que ella lo hubiera ignorado legitimó la necesidad de hablarle y, sobre todo, probarse que todavía tenía derecho a las mujeres a pesar de los años, la falta de gracia, el ultraje de las deudas y la temprana decadencia física. Un guardia le impidió pasar a otra sala alegando que ya cerraban.

– Pero perdí a mi mujer –en ese momento una sombra cruzó y desapareció en el extremo de un pasillo.

– Por favor, espérela afuera. Estamos cerrando.

Tursi siguió el consejo y dio un rodeo. Si aún no había salido, esto es, si no estaba perdida en el interior de ese monstruoso edificio que había sido saqueado durante décadas, la mejor alternativa era esperarla afuera y, de paso, examinar sus piernas mientras se desenvolvían en los escalones, las sandalias ínfimas, el pelo desmechado que escanciaría en sus facciones los rostros posibles de la felicidad. Si no se animaba a abordarla, al menos podría conservar y usufructuar en noches de insomnio la imagen pura de una mujer descendiendo las monumentales escalinatas de ese antro artístico.

Poco después la vio salir y desplegar un mapa. Entre ellos, unos turistas de caras escurridas y pálidas deliberaban en inglés preparando la retirada. “También es turista”, pensó Tursi desalentado, pero enseguida, cuando los otros se retiraron y ella notó su presencia y le dirigió una mirada que expresaba alivio y expectativa, él se reanimó:

– Vos no sos de acá. ¿Puedo ayudarte...? – y apenas pronunció la última palabra lamentó haber comenzado su acercamiento de ese modo, ofreciendo un auxilio que cualquiera podía darle. Intentó sobreponerse, resurgir de las cenizas, respiró paladeando el calor sucio del verano, percibió el principio forzado de la noche, el resplandor de los autos sobre el asfalto, el viento que traía una inminente tormenta verano. Se palpó la cara, supuso que hacía días que no se afeitaba y volvió a la acción:

– Vení abajo del techo, está por llover.

Ella sonrió con un poco de compasión. Retrocedió mordiéndose los labios y balanceando una y otra vez la mirada desde el mapa hacia la cara de Tursi. “Esto va mal”, pensó él tomándose las manos y apretándose los nudillos, “me mira y no contesta”.

– Todavía no llueve –y como si el mapa le hubiera concedido algo, un placer efímero o un pretexto impensado para entrar en confianza, ella propuso–: ¿Caminamos?

Avanzaron, y él, como arrepentido, recordó la seguidilla de amores fugaces que desde los treinta lo tenía a mal traer, los sucesivos abandonos, la mezquindad de habitar una soledad sin testigos, sin bordes, a los cincuenta años.

– Vamos enfrente. Los árboles…

Trotaron para cruzar. Tursi intentó determinar el origen de su candidata –¿México, Colombia, España, Puerto Rico?– y miró el movimiento de sus piernas, las rodillas a cada paso vencidas por el apuro mientras en el aire se perfilaba una maraña de luces. Una vez acomodados bajo el árbol, él la observó descaradamente. La penumbra volcaba una intimidad vertiginosa en ese cilindro de sombra y de olores. Algunas gotas espesas chasqueaban en las hojas. Ella tenía la boca entreabierta, un brillo carnoso en la hilera de dientes. Él pensó que estaba ante una mujer del Caribe y estaba obligado a besarla. La propuesta de esos labios era innegable. La boca era en sí un sexo. Calculó el peso de sus propias manos, la inclinación para alcanzar primero el cuello, retroceder hacia los pómulos, la frente y luego los labios. Ella, como si percibiera su indecisión juvenil, sonrió. Él se contuvo y miró hacia la avenida, las luces desteñidas contra el asfalto, las esquirlas de la lluvia retenidas todavía en las nubes. Y como si todo propiciara la voluntad y la intención de un futuro inmediato, se inclinó hacia ella sintiendo que, a pesar del cálculo, se arrastraba y se agachaba como un mozo con una bandeja, y por fin alcanzó el cuello, asombrado de que fuera de hueso y carne y contuviera la calidez atávica de todas las mujeres. La besó poniendo en cada roce un cuidado absurdo que sólo es real y excitante en los sueños. Ella le cedió la boca como se cede una mano, y se mantuvo ajena, por fuera del deseo. Entonces Tursi se retrajo. Se dijo que había tomado una mala decisión y se preguntó si lo más viable no era disculparse por la torpeza.

– Está bien –dijo ella reclinando la cabeza en su hombro.

Él la observó desconcertado.Se acercó otra vez y le apoyó una mano en la nuca. Obtuvo enseguida una imagen de sí mismo profanando ese cuerpo joven con caricias todavía increadas. Se detuvo: sentía un encanto viril y perverso al presionar esa nuca angelical y posponer un gesto que ella tal vez anhelara porque debía estar sorbiendo toda la necesidad inservible, toda la energía satírica que emanaba de un porteño rancio y solo, viudo innato o huérfano traspapelado. Ella volvió la cara hacia el piso y fijó la mirada en un pie que hacía rato movía de manera regular, como si alisara el suelo.

– Desde que lo vi supe que era encantador.

Él se sintió repentinamente fuera de escena, descolocado, una bestia capaz de romper con un movimiento una cristalería entera. ¿Qué decir? ¿Cómo no contradecirla? Tarde o temprano no podría evitar hablar de sí mismo, provocar compasión. Con los años había sustituido involuntariamente la posibilidad de seducir por la capacidad de mantenerse callado. Prefería el silencio que los había acercado. En ese momento notó en el cuello de ella el peso de una cicatriz que se esfumaba hacia el mentón. “Es una viajera, no una turista”, pensó. Por encima de la niebla, cruzando los gajos movedizos del cielo, irrumpieron unos relámpagos. Los dos miraron con interés:
– Parecen ramas iluminadas – dijo él, interesado más en la cicatriz que en los relámpagos.
– ¿Ramas? No, cuerdas.
– Claro... Los que viajan ven mejor.
– No, no, yo no soy ninguna viajera –corrigió, un poco incómoda por la modestia de él–. Palabra que es la primera vez que salgo de Caracas.

“Caracas”, pensó él, y como si el nombre fuera el preludio de un viaje épico al trópico y lo desvinculara del destino del Tursi que ignoraba por qué había entrado en el museo, pensó sí que valía la pena seguir el diálogo.

– Vamos antes de que la tormenta empiece de veras – propuso ella, y sin esperar respuesta se levantó y guardó la cámara en un bolso de charol que hasta ese momento apretaba bajo un brazo, como a un arma.

Transitaron las calles en silencio, ella hacía a veces observaciones que él aprobaba mecánicamente, con un cansancio que provenía, no de escuchar, sino de buscar y no encontrar respuestas.

– Sabe, en cuanto vi su cara recordé a Al Pacino en sus mejores épocas. El padrino, por ejemplo... ¿La vio?

Tursi no supo si debía sentirse halagado u ofendido. La frase podía ser la evidencia del sarcasmo que había motivado ese encuentro tan asimétrico, o bien la observación mimosa de una colegiala. Finalmente agradeció el cumplido. Ella, celebrando su seriedad paternal, lo reanimó:

– No ponga esa cara... ¡Cuántos quisieran estar en su lugar! Ahora vamos, diga su nombre.

Tursi pensó que el asunto se estaba transformando en un juego inofensivo y estimó que ella debía tener veinte años a pesar de las ojeras oscuras que reflotaban sus ojos verdes.

– Tursi, prefiero que me llamen por mi apellido. Doctor Tursi y basta –y al pronunciar el vocablo doctor, fantástico y excesivo, recuperó un poco de entusiasmo.

– No me gusta nombrar a las personas por su apellido... Es... es... cómo decir... peligroso... inseguro... alguien como usted merece ser llamado por su nombre.

A Tursi la consigna le sonó a premisa publicitaria. Decidió inventarse un nombre: Ramón, Ricardo, Epifanio, Dardo, Marcelo... Marcelo podía sonar bien: Doctor Marcelo Tursi. No, mejor un nombre que sentenciara juventud, confianza, la invención de un fututo correcto: Martín... Sí, Martín Tursi sonaba a mártir relegado de la patria, a nombre de calle abandonada cerca del puerto de La Boca.

– Martín. ¿Te gusta?
– Claro... Todos los nombres masculinos me gustan. Por eso pregunté el suyo.

Tuvo la impresión de que sus tentativas, el beso, la caricia detrás de la nuca, la creación de un nombre, estaban destinadas a fracasar en el ridículo que esa mujer, a quien prefería llamar Caracas, promovía de un modo abusivo cada vez que se refería a él, o bien comparándolo con Al Pacino, o bien ubicándolo, a través de ese cuidadoso uso del “usted”, en el batallón de los hombres decrépitos y heridos.

– Este es mi hotel –y se detuvo ante la puerta, cruzando los brazos y frotando las palmas contra las muñecas delgadísimas.

A esa altura Tursi no sabía dónde estaba. “Cualquier hombre cuerdo”, y enseguida se incluyó en el género, “sabe que acá hay gato encerrado”. Ella cruzó el umbral y lo llamó.

– Venga, sígame, no va a decir que hizo todo este camino y no me va a acompañar unos minutos.

Él entendió que estaba obligado a subir por un imperativo que no sabía si se relacionaba con su martirizada virilidad o con su impedida paternidad. El hotel era gris, de corredores deslucidos y enchapados en falsa madera, techos descascarados y arañas con bombitas de bajo consumo. En un ascensor ruinoso, él observó de soslayo cómo Caracas con los ojos parecía emprolijar en el espejo rasgos de su propia cara.

En un séptimo piso, después de transitar un pasillo de paredes empapeladas, ventiluces entreabiertos y matafuegos, Tursi comprobó que el cuarto de Caracas era el hábitat monótono de una pasajera y no el de una puta sofisticada. Dedujo que por ende su simpatía era una cualidad y no una virtud venial, y se dejó caer en la cama con una familiaridad inquietante que ella pareció aprobar de inmediato al sonreír. Él le preguntó dónde estaban, cuánto habían caminado.

– Once –contestó ella, cadenciosa, imitándolo–. A un paso de la estación... Caminamos veinte cuadras derecho por una avenida... Pueyrredón.

El cansancio, ahora que sabía cuánto habían caminado, en vez de ceder se acentuó. Sintió las facciones derramadas, los brazos sueltos e impropios, piernas densas y echadas como un gato de dimensiones monstruosas al pie de la cama. Miró en torno y vio una cómoda, una puerta y una ventana con cortinas descorridas que mostraban, contra la luz de la calle, los filamentos oblicuos de la lluvia.
Despertó en la misma cama, en una posición compleja, casi fetal, lastimado por una luz. Despegó los párpados e intentó esconder con una mano el horror desproporcionado de despertar en un lugar familiar y a la vez desconocido. Enfrente vio a Caracas apuntándolo con algo que al principio creyó un arma. A un lado, un reflector arrancaba líneas duras y claroscuros de su cara.

Tursi se incorporó y fue hacia el baño sin comprender qué había ocurrido mientras dormía. Se enjuagó y vio muecas y facciones desconocidas en un espejo convexo. Caracas se apoyó en el marco de la puerta y sonrió:

– Estas siestas nocturnas son las más difíciles. No se preocupe, el espejo está mal.
“Todavía me trata de usted, me respeta”, pensó Tursi desalentado mientras se secaba la cara con una toalla que tenía una humedad de días.

En cuanto salió del baño recibió sucesivas señales de que Caracas no le profesaba respeto sino un cariño algo maníaco cuyo origen no podía precisar. De espaldas, sentado en la cama, sintió las manos de ella aflojándose sobre la nuca, luego el torso pegado al suyo y las piernas que caían bordeándole la cintura. Sin cambiar de posición, escuchó que ella, voz calma y manos cada vez más ansiosas, le explicaba que fotografiaba rostros de hombres durmiendo.

– Debo tener la colección más completa de la Tierra. Todo tipo de hombres; viejos, feos, borrachos, adolescentes. Muchos no fueron amantes.
– No necesita decirlo.
– ¿Qué cosa?
– Lo de los amantes – y enseguida se sintió molesto por haberse incluido ya en el conjunto de los perdedores.

La risita de ella esta vez le rozó la oreja y a él le pareció, a diferencia de antes, una risa pecaminosa, lastimada, sin juventud, sin recuerdos.

– Usted es tan bueno... –y la voz ahora se fundió a la risa, deformándola–: Además me gusta tanto cuando se enoja –y apretándose contra su espalda apoyó la cabeza en uno de sus hombros y lo mordió suavemente.

Tursi se mantuvo inmóvil, de espaldas, y degustó la caricia de esa boca. De pronto no pudo o no supo soportar más y quiso darse vuelta, actuar, ocupar el hueco que crecía en esa mujer.
– No, por favor. Quédese quieto.
Obedeció a medias. Se removió en el lugar intentando obtener una parte de Caracas –cualquiera– para ocuparla con una caricia. Evitó, en cambio, volverse. En cierto momento, después de un rato en la misma posición, sentado al borde de la cama como un penado, midiendo ese cuerpo joven que se calentaba contra su espalda y su nuca, pensó que era insano ese placer invisible y viciado de gemidos. Intentó volverse y ella reaccionó:

– No, por favor, quieto... Qué le cuesta...
– No puedo, no puedo, dejame...

E intempestivamente se liberó de la presión de las manos y se precipitó sobre ella con agitación de moribundo. Le quitó la musculosa y las tetas chicas y fibrosas vibraron en la penumbra. Cuando buscó con la boca los pezones, ella de un salto se incorporó al costado de la cama, retrocedió con una sonrisa espaciada por los suspiros y se lamentó:

– No, eso no Martín, no podemos... Basta, es suficiente.

Y cruzó los brazos, como para subrayar la negación, y enseguida los dejó caer a los costados y se sentó en la cama, la desnudez tensa de la espalda entre las láminas lustrosas de pelo negro. En cuanto sintió las manos alevosas de Tursi repasando otra vez sus hombros, soltó un gemido de agobio y meneó la cabeza.

– No entendés…

Él se retrajo desconcertado y apreció la belleza inmerecida de ese cuerpo. Moviendo los ojos buscó una respuesta a su presencia, a su deseo, ahí, en el cuarto manchado de oscuridad y susurros. Creyó entender.

Se estiró en la cama con el consentimiento de Caracas, que en escorzo le dirigía una mirada consoladora y, casi sin moverse, meneando las caderas, se desprendía el pantalón, lo deslizaba con fingido pudor, retiraba los pies menudos, los oprimía con las manos como si los ablandara, y completaba su desnudez acuclillándose en la cama, el borrón de vello renegrido sobresaliendo entre los muslos jóvenes.

– ¿Por qué? –suspiró Tursi

Cuidadosa, como si se consagrara a un convaleciente, ella le levantó los brazos, le desprendió la camisa y le descubrió el torso, los hombros caídos estilo panda, el vientre dividido por franjas blancuzcas de gordura. Luego le repasó el ombligo y lo hundió a fondo hasta clavarle la uña.

– ¿Por qué? ¿Decime por qué, nada más?

Caracas lo exhortó al silencio apoyándole un dedo sobre los labios. Tursi la percibió más cercana e implacable, la piel tibia, y contra el hombro sus pezones como ganchos. Entonces un nudo de desesperación, sangre agolpada, la conciencia de una impotencia involuntaria, remataron la angustia, el gemido que soltó e hizo retroceder a Caracas.

– Duérmase tranquilo...

Tursi soportó en los párpados una película ondulante de colores, sintió a Caracas como una irradiación cálida que lo protegía y a la vez lo asustaba, aunque enseguida dudó de su proximidad y se preguntó si el ardor no sería un principio de fiebre.

Durante la noche se sucedieron estallidos que convergían en su cara. Él no supo si esos planos relumbrantes eran parte de los sueños o provenían de la realidad. Soñó, no obstante, con Caracas. Estaban en el mismo cuarto, la misma luz granulada. Afuera, el anochecer. Escondido en un cubículo sin luz, él espiaba a través de un orificio que parecía una mirilla pero presentaba en los bordes texturas carnosas. Ella, del otro lado, estaba desnuda, transpirando, y puteaba. De a poco la intensidad de los gritos despedazaba el cuarto hasta que cundía el silencio y sólo se escuchaba una respiración semejante a los golpeteos de un tambor. Él retrocedía a medida que ella avanzaba con ojos vengativos. Las puertas se abrían y Tursi se descubría tiritando en una esquina, diminuto y arrodillado en el interior de un ropero cuyas paredes palpitantes eran de carne. Ella lo atraía hacia sí, lo sostenía boca abajo por los tobillos, lo acariciaba como a una presa, y tiernamente arrancaba sus miembros, uno por uno. En el suelo quedaban pétalos desteñidos que la brisa removía.

Despertó desnudo, unido a una sensación de abandono, ebriedad, borrada placidez, una sensación irreal de estafa. Se incorporó. La tormenta del día anterior persistía en la luz opaca que filtraban las cortinas del ventanal. Los intervalos de sombra parecían fragmentos de Caracas. El aire prensado por el encierro mantenía intacto el olor inconfundible y nato de un cuerpo joven. No había otro rastro de ella. Ni ropa, ni una valija, ni el reflector. Sólo ese olor erróneo, a pureza conquistada, a pesadilla calma, que quizás hubiera entrado con la mañana. No quiso pasar al baño, cualquier necesidad podía posponerse ante la urgencia de abandonar la habitación que había amplificado la confusión de ser Tursi.

Bajó y en la recepción del hotel un hombre encorvado y de expresión mutilada lo llamó por su nombre. Tursi dudó. Supuso que ya no podía ignorar el llamado porque se había detenido y en ese lapso había pensado, había mostrado que sabía el porqué del llamado: Caracas no debía haber pagado la cuenta. Esa suerte de secuestro del que él había sido víctima por una noche, ahora se explicaba de principio a fin. Con la certidumbre mezquina de poseer sólo una suma de dinero prestado que de ningún modo cedería y de no estar registrado en el hotel, avanzó hacia la recepción dispuesto a negar, por hábito y profesión, la realidad de cualquier deuda. El hombre se agachó. Entreabriendo la boca diminuta, endurecida por un gesto de displicencia que podía ser también señal de idiotez, le extendió un sobre.

– Para el Doctor Martín Tursi.

Al escuchar su apellido pronunciado con tanto énfasis por una boca esclava de un gesto, arrancó el sobre, atravesó el hall tropezando con jirones de alfombra y visitantes de aspecto clandestino. Enfrentó la humedad de Buenos Aires, el asfalto parpadeante, los edificios etéreos que rodeaban la estación de Once. Empujó su desmantelada soledad atropellando cuerpos de una pesadez artificial. En una esquina se detuvo y tanteando con los ojos el sol nuevo, vació el sobre en un cesto de basura. Unas fotos flotaron en el aire y quedaron en el agua del cordón. Tursi ya se había perdido en la muchedumbre, bajo la luz servida del mediodía.
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Oliverio Coelho publicó las novelas Tierra de vigilia (2000), Los invertebrables (2003), Borneo (2004), Promesas naturales (2006), Ida (2008) y el libro de relatos Parte doméstico (Emecé, 2009). Realizó residencias para escritores en México y en Corea del Sur. Producto de esta última es Ji-do (2009), una antología de narrativa coreana contemporánea. Publica regularmente en los suplementos culturales de los diarios La Nación, El País, Clarín y Perfil. Ha sido reiteradamente señalado como uno de los valores jóvenes de la narrativa latinoamericana de hoy. Actualmente escribe sobre novedades editoriales en la revista Inrockuptibles y en su blog www.conejillodeindias.blogspot.com

sábado, 5 de junio de 2010

Poesía de Miércoles en el Chaska, Trujillo. Fecha 26.

Escribe: David Novoa
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Miércoles en la noche. Apenas El Chaska entreabre su portón irrumpe como una tromba el público ansioso de Poesía. Los poetas soberbios, metrosexuales, llevando de la mano a suculentas vedettes, llegan en sus autos último modelo y entran... ¡al Canana! ¡al pachanguero local de al lado! (Son los poetas, sí, pero ¡los futbolistas de la César César Vallejo! Disculpen la confusión). Bueno, igual llegan nuestros poetas con sus chullos, con sus ternos, con sus libros bajo el brazo y se sientan a esperar el inicio del recital. El Pibe Olivares y Jorge Tume -que fueron a pedir autógrafos a los jugadores-, regresan pateando una pelota imaginaria, se hacen huachitas, se meten gol, cabecita, palomita, beshito ¡ya, carajo! Al llegar advierten que Harold Alva, el aeda piurano mil veces invitado, mil veces esperado y mil veces ausente llegó primerito esta vez. Sin más dilación entonces, al ataque: Empezó Moisés Castillo, poeta cajamarquino editado en España y en Inglaterra quien mora actualmente en nuestra apacible aldehuela. Aunque demasiado extenso –NUNCA SE DEBE SER EXTENSO EN UN RECITAL- Moisés dejó sentir sus anhelos líricos y fue degustado por el respetable. Le continuó Harold Alva, poeta, novelista, editor, director de la revista Contrapoder, antologista consumado y bebedor –pasada la medianoche- hasta de agua de acequia. Sus dolientes versos retumbaron en la eternidad: Qué pretendes ahora/ cuando he sido declarado un hombre muerto// Disfrutaba con el sudor/ que caía sobre mi frente/ y lo bebía como un animal ansioso/ lo bebía como una horda de coyotes/ que se tragaba la baba del hocico. Y remató el occiso: Y me apreté la mano con la otra mano/ para no sentirme solo/ para morir/ por lo menos conmigo. Su lectura fue concentrada y con buena dicción, y no sólo se le entendió claramente, sino se le sintió el feeling. Aplausos, palmas apristas, silbatina para ovacionarlo. Le continuó el laureado Kike Robles también del rico Piura, quien trajo buena vibra y buena poesía: Llueve y en el misticismo de hurgar el silencio/ hay unas ganas locas de buscar nuevas mentiras/ naves de papel que nos marquen otros cielos/ guirnaldas frescas de la dehesa/ alguno que otro planeta/ o atardeceres compuestos como crucigramas/ para acabar a palos esta imbécil tristeza. Menos contundente en su lectura, Kike se sostuvo con viviente emoción y fue saboreado por el dilecto público mientras una niñita paseaba por el escenario como si para ella nada pasara: ¿Poetas? ¿Poesía? ¡Nahhh! ¡Mira una araña!!! Y para cerrar con broche de diamante: El querido escriba sullanero Juan Félix Cortés, acogido por Trujillo hace ya varios decenios, indesmayable portador de una poética vigente hasta la actualidad: CINCO RAZONES PARA COMPRAR UN TELEVISOR: 1ero Comprarlo hoy día/ porque mañana costará tres veces más/ 2do Para que los vecinos digan/ por fin compraron/ televisor/ 3ero Para que mi mujer use/ desodorante Rexona/ y no digan que la abandoné/ 4to Para que aumente el capital/ 5to Para que los niños del/ Perú/ cuando crezcan/ se eduquen estúpidos/ no ladren a los que quitan/ el pan/ ni digan miau miau/ a los que violan la noche. Risas y aplausos. Juan Félix ha realizado una vasta obra dispersa aún en diarios, plaquetas, libros, revistas que habrá de ver la luz en su conjunto cuando caiga el sistema capitalista y se liberen las cárceles del grandioso sentir humano. Pero hasta que esto ocurra –dentro de 400 o 500 años- todavía lo leeremos en su pundonorosa revista: Lo que importa es el Hombre. Concluida la primera parte se lanzaron los espontáneos: Alfredo Ruiz Chinchay nos trajo los saludos de los aedas de otras ciudades y ofrendó su idealista e internacional Pohemia Lux, Moisés Castillo reavivó el fuego poético con un contundente manifiesto: 1. La poesía es lo cierto-incierto de la vida: La certidumbre de ser todo y nada al mismo tiempo/2 Es la gran Unción de la Comedia: La gran noción de no saber nada de la existencia/ 3-Amor, tú eres poesía, yo soy poesía. ¿Nos desnudamos y nos amamos hasta hacernos un suave daño?/4-No hay poesía sin la musa Humanidad que sufre y goza. Sin el poeta que descienda de su Olimpo al fresco amor de la madre Tierra/ 5-La poesía es la gran Preñada y la gran Partera, la Bella Luz que se esconde en nuestras sombras/ 6-Es maestría y es epifanía/ 7-¡Oh maestros, obreros y amantes de la poesía! ¡Oh poesía y anti-poesía uníos y amaos de una santa vez! Con estas palabras la unción descendió sobre Poesía de Miércoles. Entonces Beto Barriga, a punta de alados bastonazos, verbalizó los últimos versos: Recibí la carta de un muerto/ en un sobre hecho de carne y hueso/ Escrita con sangre, tildada con lágrimas/ relata con pesar una historia de asuntos inconclusos/ interrumpida prematuramente/ con la llegada de la Muerte. Entró en trance Beto: Nadie vive de verdad/ Todo es un espejismo más creíble que la realidad/ un mundo ficticio/ donde nadie abre la boca cuando todos desean hablar. Luego de la velada, Diosito, Nuestro Amito Dios, viendo tan ingenuos y tan felices a los poetitas en sus locuras les mandó un meteoro tamaño de la luna que entró incadescente en la atmósfera terrestre y precisamente cuando los aedas veían como si estallasen mil soles juntos en la noche y justo cuando los mares se elevaban majestuosamente hasta los cielos y precisamente cuando ellos exclamaban: Miraaa... qué poeticazazaaazooo!!!... sucedió el Fin.
Fin de la crónica
y
Fin del Mundo.
Chau.