“Ese señor es Calderón Fajardo”, comentó
Antonio Moretti, señalándolo. Era el 2005. Un hombre delgado y alto cruzó
frente a nosotros rumbo al Haití. Carlos se dio cuenta que lo mirábamos, volteó
y nos saludó levantándonos la mano. Esa fue la primera de una serie de
encuentros en los que cada vez que nos veíamos nos saludábamos sin acercarnos.
“Nos mirábamos bajo sospecha”, me
dijo, sonriendo, en una de nuestras tantas reuniones. Yo había leído La consciencia del límite último, esa
joya literaria de nuestra modernidad que lo puso muy por encima de escritores
que gozaban de mayor popularidad -no de prestigio- cuyo lenguaje tenía esa
oscuridad que sabe cómo capturar al lector, esa intriga que me volvió a su vez
en un espía preocupado por la última columna de ese periodista que hizo del
cazador de moscas un mito, una leyenda urbana. CCF sin proponérselo se convirtió en una leyenda
urbana. No fue un escritor de culto. CCF fue un hombre que hizo de la literatura
su vida. Un hombre reconocido por la crítica, premiado, leído por multitudes,
un viajero empedernido, alegre, locuaz, un viejo sabio que disfrutaba
enseñándole a los escritores jóvenes escuchándolos, participando en sus
presentaciones, dándoles seguridad: importancia, un ejemplar padre de familia.
Un tipo con estas cualidades en la acepción natural no puede ser un escritor de
culto. Hace diez años dos muchachos lo vieron pasar por Miraflores y sabían
quién era ese escritor que volteó generoso a saludarlos. Lo que uno de ellos no
imaginó fue que tres años después tendría la posibilidad de participar en la
publicación de lo que sería la primera novela gótica del Perú y que compartiría
con él no sólo su amistad sino el compromiso de no claudicar en la literatura:
el verdadero viaje que nunca termina. Descansa en paz, maestro.
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Publicado en Diario Expreso, el 24 de junio de 2015.
(La foto es de Nadia Rain)