Quienes me conocen saben que conmigo el fútbol no va. Todavía sueño con que
algún día todo el dinero que se invierte en estadios o en publicidad se utilice
comprando libros y construyendo bibliotecas. Eso no me impide, por supuesto,
estar al tanto de los mundiales o de la famosa Copa América. Escribo esto
pensando precisamente en su último campeón. Leo apasionados textos denunciando
irregularidades, cuestionamientos a Chile, a sus jugadores, a los árbitros y lo
que debió ser un pretexto para fortalecer nuestras relaciones y funcionar para
sellar un nuevo pacto con las hermanas repúblicas de América, aquello que
conocemos como deporte se convierte en una plataforma de guerra en donde
circulan improperios de todo calibre. Vuelvo entonces a los libros, medito en cómo
fortalecer las relaciones bilaterales más allá de una pelota y de veintidós
sudamericanos corriendo de un lado a otro sobre el césped. Observo uno de los
estantes y es como si al frente me esperaran para saludarme aquellos peruanos
que partieron al sur para prolongar sus vidas: leo un título de Luis Alberto
Sánchez, otro de Ciro Alegría, identifico “Alma América” de José Santos Chocano;
pienso en la editorial Ercilla, recuerdo los libros de Carlos Germán Belli y de
Antonio Cisneros que LOM publicó en Santiago, recuerdo a Nicanor Parra, ese
maravilloso viejo centenario, evoco a Neruda, a Mistral, pienso en Pablo de
Rockha, en Gonzalo Millán, en Raúl Zurita, pienso en Maquieira, en Rojas, en Cameron, en Teillier; recuerdo mis días en Concepción, en Temuco, en Valdivia, con la
generosa compañía de Omar Lara, el poeta de “Voces de
Portocaliu”, olvido el fútbol, y continúo concentrado en aquellos libros con los
que aprendí a mirar Chile como otra selección, como el inicio o el final de
esta América Latina.
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(Artículo publicado en Expreso el sábado 11 de julio de 2015)