Escribir sobre los libros de Maruja Valcárcel exige que me detenga en la
poeta, sí: “la poeta”, tal como la llamaba César Calvo. La primera impresión
que tuve fue la sensación de estar frente a una mujer de carácter fuerte,
solitaria, no sola -hay diferencia entre ambas acepciones- que a medida que
hablaba fue rompiendo el cristal de ese blindaje para mostrarme a una mujer
sensible preocupada por las causas sociales, por el friaje en Puno, por la
miseria en nuestras regiones, por la casi nula atención a la cultura en un
momento cuando el Estado tiene recursos pero no políticas que velen por la
seguridad de nuestros artistas. Bordando suavemente
el viento, su primer poemario es un libro de reconocimiento y de homenajes, allí su destreza radica en devolvernos la
música del poema, el color desde una ventana donde reta a la ciudad
insomne. En Agua de luna, su segundo libro, el viaje es distinto. Ya no se
trata de poemas que fueron acopiándose por un registro de sonido sino por una
especie de bitácora donde fue apuntando el asalto de las emociones y la visita
de sus duendes y fantasmas. La preocupación ya no es por el lenguaje. La
preocupación fue por capturar la imagen para desarrollar otros elementos. Me
explico: La imagen de mi sombra, dice Maruja, pero la imagen no se queda allí, se extiende, le da
movimiento, la sombra se mueve, ella no habla de la sombra, habla de la imagen,
y la imagen es estática. Con este libro aprendemos a observar el poema
como quien observa la soledad de las casas de las gentes que están
deshabitadas, por eso las habita, les da color. Con Agua de luna, Maruja consolida un registro que fortalece la
tradición de nuestra poesía: la renueva, la revitaliza.