En Ricardo Falla la década del setenta tiene un
devoto militante. Hace más de cuarenta años
nucleó a un grupo de poetas con quienes formó Gleba: reunió a
Manuel Morales, a Jorge Pimentel, antes del nacimiento de Hora Zero. Después
fundó Nueva Humanidad y el cartel de arte y literatura Carta Abierta. Su
generación, una juventud que creció con el clamor de los estudiantes de mayo
del 68, la muerte del Che, la matanza de los estudiantes de Tlatelolco y el
fortalecimiento de las izquierdas, es la generación de la ruptura, de los
manifiestos; cuyo vuelo aún hace piruetas en el cielo latinoamericano
incitándolo a subvertir la forma que ha hecho de nuestra época una montaña de
libros que ha olvidado el corazón en alguna parte. Por eso entendemos por qué después de publicar cuatro libros de poesía
se haya retirado, no a sus cuarteles de invierno, sino a formar ciudadanos
comprometidos con el futuro de este país a quien le hace falta peruanos que
honren a sus maestros. Falla, sin abandonar la poesía, se dedicó a la docencia,
a la investigación, al perfeccionamiento del hombre que nos ha entregado
enjundiosos estudios sobre su proceso. Un poeta necesitaría negarse para
intentar apagar la llama que lo clasifica como tal y, a pesar del silencio,
siempre retorna al lugar de donde jamás debió partir y vuelve a la cosa pública
con músculos en sus palabras, con fibra para golpear, para contagiar a quienes
no dejaron de esperarlo y, después de publicar en revistas, regresó con Interludios, un libro en el que no solo nos
reconcilió con el poeta precursor de una generación sino con el hombre que
estuvo a solas golpeando como un pugilista el enorme saco de sus emociones
para, otra vez, caminar, con la misma vocación, entre nosotros.
.(Artículo publicado en Expreso el 28 de junio del 2015)
Foto: Sonia Luz Carrillo.