Siempre
me ha demandado esfuerzo pretender interpretar la poesía de mis maestros. Óscar
Málaga es uno de mis primeros maestros. Siempre elegí quedarme en ese estado de
shock o deslumbramiento al que me arrojan sus poemas. Algo como quedarme con la
imagen de esa pintura a la que no pude mirar fijamente porque sus colores
perturbaban en mi memoria o en mi modo de responderle a la vida. Me pasó eso la
primera vez que leí un poema de Málaga. Tenía quince años y estaba en el
colegio, llevaba el famoso curso de literatura peruana que en aquel entonces todavía
me sorprendía por la libertad en el lenguaje de las propuestas de los poetas
posteriores a 1920. Habíamos llevado poesía española en tercero y a esa edad
resonaban vigentes Lope de Vega, Quevedo, Jiménez, Machado, la generación del
27. Y hasta allí nomás, hasta la generación del 27 donde precisamente nunca
llegamos a Poeta en Nueva York sino
al Lorca de Romancero Gitano.
En el curso de Literatura Peruana, lo usual era
que el profesor compartiese poemas de estructura conservadora, textos “que se
puedan leer en el aula”, sin embargo, tuve la fortuna de tener un joven
profesor que nos entregó las copias de una antología donde leí por primera vez
un poema de Málaga, donde leí por primera vez un verso que hizo que mire más
allá de los pocos libros de poesía que escasamente poblaban la biblioteca de
casa: “Y tú, déjate de huevadas”
decía el verso de Málaga y efectivamente me dejé de huevadas y empecé a
seguirle la pista no sólo a él sino a los poetas que arriesgaron todo en su
lenguaje con la sola intención de decir la palabra sin maquillajes y sin
trampas. Honestos en su sensibilidad, honestos en su discurso.
Arquitectura
de un puente y posteriormente El
libro del atolondrado, me reafirmaron a un escritor que siempre tuvo
consciencia que la poesía es un sacerdocio que se ejerce con coraje y que la
palabra es sólo un instrumento para entregarnos el mundo con la suavidad o la
violencia de sus ánimos porque cuando
llegue la hora de partir retornará a
la orilla. La puerta es de hierro. Y cada charco tiene su propia profundidad.
Miles de universos… tal como lo explica en La noche tiene el olor del cuero negro, uno de los poemas de Libro del atolondrado.
Óscar Málaga nos pone el mundo a los
ojos, nos entrega sobresaltado una preocupación apocalíptica de la poesía. Su
poesía es apocalíptica porque él vive contemplando el abismo, porque sabe que
más allá del siguiente paso está el abismo, porque para los poetas más allá de
cualquier paso sólo está el abismo: La
salvaje melodía del aire es la bitácora de un escritor que tiene como
personaje a un testigo del abismo.
Dividido en seis ventanas con dos
poemas puerta como advertencia de una sensibilidad natural y que no entiende,
acude a la música y la pintura para organizar una cartografía intramuscular
para desde allí puntualizar lo que el ojo y su sensibilidad captura. Y lo que
captura es el golpe violento de una época terrible donde la poesía le significa
todo y es nada. Y elige a Van Gogh y su campo desolado de trigo con cuervos,
donde el poema muta en aquellos pájaros que
caen como una nube negra porque el
universo se le desmorona y no
tiene nombres para ponerle a las calles.
Entonces el poeta las cruza y luego se detiene para inscribir un registro más
allá de la música. Un réquiem para atraparnos y asumir su inmortalidad sobre
esta cosa salvaje donde cada mañana descubre que el desierto lo invade. Eso tal
vez explica por qué eligió a Gene Vincent para tributarle su concierto: la
poesía de un salvaje para cantarle a ese rebelde con una lesión en la pierna. Y
retorna al color en su homenaje a Matisse y lo interviene en nueve poemas que
bien podrían ser objeto de estudio para desarrollar una investigación de su
arte poética.
Todos
tenemos derecho
A interrumpir
El avance de un poema.
Detengámonos en el
momento
Que la camarera te mira
Y mientras cierras
Tus cuadernos
Donde escribiste toda
la tarde,
Ella te sonríe
¿Poeta?
Y tú le sonríes en silencio
Y tú le sonríes en silencio
Me encanta la poesía
Y huyes
Tranquilo.
Tranquilo.
Poetas Luis La Hoz, Óscar Málaga, Miguel Ángel Zapata
Estoy seguro que Óscar Málaga necesitó romper con occidente y acudió a la
sabiduría ancestral de los orientales para desde esa calma atreverse a escribir
este libro, esta melodía que si bien podemos escucharla como quien escucha
atento el blues de una rockola, tiene ese aliento épico de los grandes libros
que sólo pudieron escribirse en épocas siniestras. Leo a Óscar Málaga y sólo
leyéndolo puedo interpretar el espíritu de una generación que fue el inicio de
las propuestas de ruptura que empezaron a consolidarse en los setenta. Aquí no
hay conservadurismos, aquí hay un hombre que canta con su voz bronca, aquí hay
un poeta que se afirma con la oscuridad de quienes no les importa el rigor
estético porque su disciplina radica en otro ritmo que nada exige porque el
suyo viene con la estrepitosa carcajada de un mundo que empezó a destruirse en
nuestras narices.
La poesía
Está siempre ahí,
Natural,
En el extremo
Más ensangrentado del océano.
Como un acantilado
Exigiendo
que te arrojes al vacío.
La
salvaje melodía del aire es un libro épico y apocalíptico cuya preocupación es el
poema y, en esa preocupación, el amor es el hilo que lo sostiene, sin embargo,
la forma de hacerlo explícito no es a
través de palabras edulcoradas, sino a través de una sucesión de imágenes como
un diálogo de ciudades, de hábitos, de profundas inquietudes y certezas, aquí
está Gene Vincent, Van Gogh, Matisse, el Zambo Tang, el cementerio de Glen
Cove, las fosas comunes de Cayara, el templo de San Fen Shan, los bares, las
plazas públicas, aquí está Xie Pei y la música salvaje a la que ahora nos retorna, Óscar Málaga, el dulce y
sincopado maestro de la más urbana orquesta.