La literatura es libertad. El creador es un sujeto
insatisfecho porque sabe que su razonamiento no basta para traducir con
precisión lo que aparece con la fugacidad del relámpago. Pero lo intenta, afina
su intuición, le pone atención a sus sentidos, los desarrolla; construye
códigos de comunicación para por lo menos acercarse. Apela a su sensibilidad,
se apoya en el pincel para inundar el lienzo, se arma de valor frente al
caballete y le exige al pulso acercarse a esas apariciones que lo perturban, o
se sienta frente al piano para inventarse partituras, o se vale de una
guitarra, o de un acordeón o de una flauta; o pretende dibujarlas con el
lenguaje y se aventura al poema, al cuento o a la novela y viaja hacia sí
mismo: penetra en su fuero interno, se busca o se niega para encontrarse, para
mostrarle al mundo su capacidad de médium, de traductor, de intérprete. Crear
es una batalla cuerpo a cuerpo con uno mismo. La literatura salva o aniquila,
pero transforma siempre. La búsqueda es la no búsqueda, la única preocupación
del creador es capturar la imagen para reconstruirse a sí mismo, para que con
esa reconstrucción su existencia tenga sentido. La lucha es con el sentido. La
pelea es con esa extraña forma de alcanzar la perfección -no de buscarla-
porque el creador conoce la perfección, su dilema no es la búsqueda sino la
traducción, el cómo interpretarla, cómo darle cuerpo, cómo exteriorizarla.
Escribir transforma: el poema o la historia llega como una imagen y la
escritura la transforma. Nuestra capacidad de aprehensión no ha logrado
alcanzar aún la fugacidad de las imágenes. Esa imposibilidad de no capturarlas
es lo que empuja al creador a persistir y a los auténticos los torna
inconformes. Crear es una puerta.
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(Artículo publicado en Expreso el 30 de junio de 2015)